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Bradbury
Bradbury

Bradbury, luego de un siglo

La poesía de lo lejano en Bradbury, fue también la inquietud por lo cercano. Lo distante del planeta Marte y las estrellas fue motivo de cuestionamiento de las amenazas y males que, a veces, muchas veces, acechan a la sociedad terrestre.

Bradbury nació en 1920 en Waukegan, Illinois. Un siglo después, su palabra literaria compone, entre otras posibles significaciones, una meditación lateral e indirecta sobre la cultura de la ciencia y la técnica, la voluntad del poder controlador, y las anomalías que el humano encarna.

Su literatura, de encantadora creatividad, continúa en la inabarcable bibliografía que ha generado. Un nuevo libro dedicado al genio de Illinois es “Ray Bradbury, El hombre del centenario”, obra publicada en Argentina, con la coordinación general de Matías Carnevale, escritor y periodista; libro en el que, según Carnevale, “el lector encontrará ensayos relacionados con la revista argentina Más allá y las primeras publicaciones de Crónicas marcianas en el país, la relación de Bradbury con el policial negro, las pasiones que despertó en nuestro país su literatura y su visita en 1997, su conexión con la televisión argentina, e incluso un ensayo sobre la recepción crítica (y popular) del autor en Inglaterra, y la historia de las ediciones de Minotauro”(1).

Libro que reabre a Bradbury en muchos caminos. Y entre los muchos caminos del escritor de Farenheit 451, la inspiración, envuelta en ficción, en las amenazas y males de la condición humana, es una de sus distinciones como pensador imaginativo. La literatura de cohetes, estrellas y marcianos es fuerza develadora de amenazas escondidas en lo presente, que rebosa junto a una poética del espacio cósmico poblado por planetas y galaxias. 

A la complejidad propia del siglo XXI se suma, en lo reciente, la herida de lo pandémico, el peligro de lo virósico, de la zoonosis, el paso de ciertos virus del animal al humano. Pero, siempre está, también, el peligro latente de la agresión biológica ensayada por el hombre con el avieso propósito de dañar.

La amenaza de la agresión biológica de microorganismos manipulados por los humanos es lo que Bradbury traduce en literatura, por ejemplo, en “La ciudad”, en “El hombre ilustrado”. Un cohete terrestre llega a otro planeta. Los viajeros descubren lo que parece una ciudad abandonada, deshabitada. Pero la ciudad espera a los humanos. Una civilización desaparecida programó a la ciudad para la venganza contra la humanidad. En su momento, nuestra especie destruyó su mundo mediante armas biológicas. Muertos los astronautas terrestres éstos son reconvertidos en autómatas para llevar la agresión biológica de regreso a la Tierra, como “devolución de gentilezas”.

Y cuando la literatura se desplaza a ambientes marcianos esto puede ser también medio para percibir otros males, no resueltos aún en la actualidad global, como el racismo en sus muchos modos. Este nuevo mal señalado entre las líneas de la imaginación vibra en “Un camino a través del aire”, en Crónicas marcianas. Los negros del sur de Estados Unidos migran masivamente a Marte. Buscan la tolerancia en el Planeta Rojo, lo contrario de la discriminación racial que gruñe en la Tierra. Pero un blanco se empecina en detenerlos; les advierte que los cohetes se despedazarán en el espacio. Un muchacho negro, que finalmente consigue partir a su nuevo destino marciano, le pregunta a su ya ex patrón, Samuel Téece, que hará ahora en las noches. Alusión irónica a que si los negros se van ya no tendrá aliciente para participar de las reuniones clandestinas del Ku Klux Klan, agitando las antorchas del odio racial entre gritos y oscuridad. A Téece solo le quedará el consuelo de que, hasta el último momento, los ahora liberados en el camino a Marte, aún le decían “señor”.

La ficción en Bradbury convierte también las amenazas y males en procesos reflexivos. Y los males no son solo colectivos sino, a veces, íntimos vacíos, como el descubrimiento de la propia insignificancia, el fracaso de una vida carente de logros verdaderos. Esa toma de conciencia por la introspección puede ser consecuencia de circunstancias extremas. Una nave estalla en el espacio sideral. El metal antes duro se trueca en miles de pequeños fragmentos de un disperso fulgor. Un grupo de astronautas lograron eyectarse, pero ahora se desplazan, impotentes y aturdidos, en la fría inmensidad del cosmos. Flotan como diminutos huérfanos ingrávidos; pero la Tierra, que está cerca, los reclama de regreso por la fuerza gravitacional. Gracias a los transmisores en sus trajes espaciales intercambian palabras, en una conversación final.

Al saber cercano el desenlace, surgen pensamientos o confesiones, antes velados, en los labios resignados de Stone, Applegate, Hollis, y otros. Entonces, “todo el significado de la vida salta hecho añicos”, y al final, Hollis, se pregunta: “¿Puedo hacer algo para compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta…”.

Lo que fue solo una vida dominada por el vacío, finalmente asumido, será paradójicamente luz, brillo magnético al ingresar en la atmósfera cual un veloz meteoro.

Entonces, un niño junto con su madre, ve esa luz en “el polvoriento cielo de Illinois”. Un niño de Illinois, acaso el propio Bradbury, siempre traduciendo por el cielo de la ficción y su simbolismo, amenazas y males del sapiens; del humano que, a veces, sueña con Marte.


(1)“Ray Bradbury, el hombre centenario”, Matías Carnevale coordinador, ciudad de Buenos Aires, ed. Catalpa, 2020, disponible en Amazon.


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