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Photo by: Tiago Henriques ©

Boston

A Tamara Kamenszain, in memoriam

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Cuando alquilé el auto, advertí que no sabía manejarlo. No tenía embrague y contaba con una caja de cambios automática. La poeta y ensayista Tamara Kamenszain iba a mi lado, en el asiento de copiloto. Al frenar bruscamente, como hacen todos los conductores principiantes, ella corcoveó como un caballo ciego y se asustó. Se rió para descargar la tensión pero estaba preocupada. Noté en sus ojos celestes un halo turbio de preocupación. Y le pedí disculpas.

Salimos a la ruta desorbitados, sin rumbo, con la brújula del desconcierto. Arremetimos como pudimos por la ruta que lleva a Burlington. Después de unos kilómetros en el vacío, percibí que no íbamos a llegar a ninguna parte y menos a Boston.

Volvimos sobre nuestros pasos. El sol quemaba en la ruta. Y solo unas pocas nubes volaban en el límpido cielo de Vermont. Aún estaba lejos la oscura Newbury, una calle de negocios y boutiques. Aún estaba muy lejos la entrada por Goverment Center hacia las altísimas torres de Boston.

Mientras deambulábamos vimos un motel de madera al paso, de esos alargados, solitarios y abandonados, como el que se ve en Psicosis. Paré y estacioné con temor. Con mi esposa, pedimos ayuda. Un hombre solo, de lejano origen hindú, sacó un mapa de las rutas del Estado y lo desplegó sobre la mesa verde. Habló con un acento raro, con un inglés perdido en las regiones orientales y exóticas. Generoso, explicó el camino hacia Boston. Ahí renacimos. El hindú, con su aspecto de beduino bajado de las raras planicies de la India, nos salvó el viaje.

Tomamos la 125 y después la 100, y luego la 107 hasta descargar en la 89 Sur. Esa ruta nos dejó en la interestatal anhelada: la 93 Sur. Allí vimos los míticos camiones norteamericanos y, parados al borde de la ruta, los famosos autos de policía, con sus luces en el techo, amenazantes.

Una alegría enorme invadió el interior del auto cuando vimos las altas torres. El rojo atardecer empezaba a descender sobre la ciudad, cuando vimos, felices, las crestas de cemento de los edificios modernos y antiguos.

Nos metimos en un túnel. Los autos, veloces y enloquecidos, nos indicaban que ya estábamos en pleno casco urbano.

Hubo un momento de tensión cuando equivoqué la calle por la que debía ir y me paré en medio del puente tratando de recuperar el camino. Las bocinas llovieron sobre la carcasa plateada del auto. Estábamos todos asustados. Con paciencia, pude sortear el escollo y arremetí por la calle correcta. Un moderno puente con brazos de colores nos recibió.

2

Boston es la Atenas norteamericana. Ahí está la primera universidad del país y la primera biblioteca municipal. Ahí está la Universidad de Harvard y el MIT: Instituto Tecnológico de Massachusetts.

En esta ciudad nocturna, nació Edgar Allan Poe. Del otro lado del río Charles, en Cambridge, enseñó el pensador Noam Chomky. Mark Twain decía que en New York te preguntan cuánta plata tienes y que en Boston te preguntan cuánto sabes. Esa es una manera de dibujar el perfil de una ciudad surcada por los rascacielos y con el aliento rumoroso del río místico que baña las rojas orillas.

En el segundo día visitamos el Museum of Fine Arts. Me impactó el sereno pórtico neoclásico del museo. El edificio no es viejo. Es una mole construida en el siglo XX y es una síntesis de la elegancia y del decoro bostoniano. Tiene el lujo y la distinción que la acercan a Londres y que la alejan de las repetidas ciudades norteamericanas.

Mi esposa estaba cansada y prefirió quedarse con mi hijo, en la entrada del museo. Tamara ingresó conmigo, decidida.

Las numerosas salas del primer piso albergaban arte contemporáneo. Nosotros queríamos ver el arte de EEUU y decidimos subir al segundo nivel. Lo primero que vimos fue una tela del mítico Jasper Johns. Recordé la cara de la profesora de Historia del arte, indicando las deudas de los artistas pop con Jasper Johns. Imaginé la cara que pondría si le contara que estaba viendo un original de Johns a miles de kilómetros de Tucumán y con Tamara Kamenszain a mi lado.

De frente, en medio de una pared pulcra, vi una gran tela abstracta de Pasternosto. César Pasternosto es un pintor argentino que vive en el extranjero. Tamara se sorprendió cuando le señalé la pintura. Me dijo que conocía a Pasternosto y que él había vivido en Nueva York.

Yo había entrado al museo con la secreta misión de ver la sombría luz de las implacables pinturas de Edward Hopper. En sus telas, las casas desoladas y blancas guardan mujeres hipnóticas, descabelladas y solitarias. La luz hiere los rostros inmutables y la soledad se apodera de las líneas como un mantra insondable. Siguiendo la pista de Hopper bajamos, emocionados. Cuando el guía nos dijo que había una sola pintura de Hopper, me desilusioné.

No te preocupes, me dijo Tamara, en New York vas a ver todo.

La encontramos. Era una tela mediana. La luz penetraba en mis ojos. Por un instante, abandoné a Tamara y me perdí en la mujer blanca de la tela mientras el sol entraba por el amplio ventanal vidriado. La pálida luz inmaterial de la pintura me llevó al inasible cuarto del pintor en New York. Vi a Hopper parado frente a una ventana. Hopper deja que los rayos humedezcan su alto cuadro nuevo y traza los mechones marrones del pelo. La mujer que oficia de modelo se para y se acomoda en la silla. Luego recoge su cabello y se queda de espalda. Hopper le pide que oculte su cara. Ella lo hace. Luego azota la tela con el pincel luminoso y deja que el color oscuro mejore la luz macilenta y feroz.

Cuando salimos del museo, tuve la sensación de haber tragado en dosis mínimas el fervoroso arte europeo del siglo XX. El museo de Boston contiene exponentes de las vanguardias históricas y regala por 25 dólares un panorama increíble de la historia reciente.

Antes de salir, en la sala de los pintores impresionistas, Tamara se detiene. Tenemos los rumorosos nenúfares de Monet al frente y una negra tela goyesca de Zuloaga. De espaladas, rugen los colores fauvistas de Gauguin. Tamara se sienta, visiblemente agotada. Mira hacia la tela de Gauguin y me dice que ella la vio en Tahití. Yo la miro, incrédulo. Sí, retoma, aunque parezca imposible. Era chica, dice con un dejo de nostalgia en la voz rasposa y grave, tenía 26 años y trabajaba en una revista que dirigía Tomas Eloy Martínez. Escribía notas de viaje. Tomás se acerca un día y me dice que una empresa le ofrece un canje para ir a Japón. Tomás me quería. Me dice que él no quiere ir a Japón, que ya fue muchas veces. ¿Querés ir vos?, me pregunta Tomás. Imagínate. ¿Qué le iba a decir? El vuelo tenía una parada en Tahití, la isla en la que vivió Gauguin. Conocí la casa y vi estas pinturas impresionantes con esas mujeres de piel cetrina. Fue un viaje maravilloso.

Subimos al subte y nos bajamos en el microcentro de Boston. Me alejo un instante. Atrás quedan los voces de Tamara, de mi hijo y de mi esposa. Camino por la School St. hasta que desemboca en Washington St. En esa esquina estaba la vieja librería en la que se reunían Emerson y Hawthorne. Ahora no hay nada pero queda el aire viciado por sus espíritus.

Hawthorne vivió en Concord, un pequeño poblado en las afueras de Boston. Allí conoció a Emerson y Thoreau. En el villorrio que guarda el eco de las brujas de Salem, Hawthorne escribió La letra escarlata. Con esa novela disoluta, la fama lo arrasó. Fue allí, entonces, que su genio sembró las alas del tiempo que va más allá del tiempo. Por eso, cuando en la esquina de la vieja librería la brisa trae el cálido aire de Concord, percibo su leve espíritu puritano.

Ya de noche, camino por el distrito teatral de la ciudad, pegado a Chinatown. Un cartel estridente anuncia en Stuart Street una puesta de teatro. Pienso en Henry James. Sé que la figura desmesurada del grueso James anduvo por estas calles. En homenaje a los disturbios intelectuales de este lugar, él escribió Las bostonianas.

3

Ya era de noche en Boston cuando llegamos el primer día. Buscamos con desesperación un lugar para estacionar. Recorrimos, presurosos, el policromático barrio chino. Sus techos verdes y rojos, inconfundibles, sus calles oscuras, macilentas, sus recovecos extraños y las caras blancas y pálidas de los chinos abundaban. Yo pensé inmediatamente en la película Chinatown, un policial negro cargado con el suspenso aterrador del cine de Roman Polanski. Atacados por el hambre y el cansancio, entramos al primer restaurante chino de Chinatown. No habíamos visto nada. Con un ímpetu inusual, Tamara introdujo su cabeza por la puerta entreabierta. Vio el interior penumbroso y volvió hacia nosotros.   Tenía el horror clavado en los ojos.

No, esto es un restaurante de ellos, dijo, aquí está la mafia China. Huyamos.

Nos dimos la vuelta y huimos “de la mafia” hasta dar con un restaurante que tenía clientes occidentales.

Entramos y pedimos el famoso chow fan, o sea, arroz con pedacitos de pollo.
Terminamos de cenar y buscamos el hotel. La noche nebulosa y gris asolaba las calles de Boston.

Lo encontramos. Dejamos la valija y la llevamos a Tamara hasta el lujoso hotel del barrio Back Bay. Afuera, los sombríos faroles góticos iluminaban las callecitas que parecían inglesas.

Tamara se fue. Nosotros regresamos a nuestro querido y lúgubre Chinatown. Mi esposa se durmió y mi hijo, también. Yo me quedé con la cara de Jack Nickolson antes del asesinato en la película de Polanski. Con ese rostro me dormí.

4

El último día decidí caminar por Chinatown. Era domingo. Eran las 8 de la mañana. Las nubes enormes cubrían el cielo y el río Charles rumoreaba su música azul muy cerca. La ciudad dormida era un mapa vacío de la desolación. Aunque era de día, arremetí como un vouyer nocturno por las calles abandonadas, quizás como una forma de combatir el terror de la primera noche.

No había nadie. Solo algunos transeúntes despistados.

Llegué a un pasaje estrecho. Era un callejón sin salida. Al fondo, en medio de hierros oxidados y al lado de máquinas detenidas, había un chino solo, delgado, con traje gris. Tenía un cigarrillo encendido en la mano pálida. Cuando un gato saltó en una escalera herrumbrada, el chino hizo una pitada larga, sostenida. Me miró por un instante. Yo le quité los ojos, por pudor. Luego giró su cabeza hacia arriba. Curioso, seguí el lento movimiento de su cara. No pude identificar el objeto de sus ojos. El chino estaba con el humo blanco en una mañana gris y lejana en una callecita olvidada mirando hacia ninguna parte. Intenté tomarle una fotografía. Tardé en acomodar mi máquina. Me di vuelta: el chino ya no estaba.

Lo busqué por las calles desiertas. No hubo ninguna señal. Solo el humo gris que salía de la boca sucia del asfalto. En una esquina, me quedé mirando el espectáculo del tóxico humo olvidado. Pensé en el destino del chino solitario y enigmático. Aún hoy me pregunto qué es lo que miraba.


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