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Melanie Marquez Adams

Bosque de muñecas

Cuento perteneciente a Ellas cuentan: Antología de Crime Fiction por latinoamericanas en EEUU (Sudaquia 2019)

El empleado de la gasolinera nos advierte del peligro. Un psicópata acaba de escapar de una prisión cerca de aquí. “No creo que sea buena idea que pasen la noche en la montaña”, nos dice. Tose y se traga lo que arroja su garganta. “Por más de una década ese lugar fue el coto de caza favorito del asesino—ojo que ustedes son su especialidad. Muchachos con sus damitas en busca de un buen rato”.

“Mejor guárdate tus cuentos de viejo chocho y cóbranos las cervezas, amigo”, contesta Ricardo. Al resto nos cuesta disimular la risa. Andrés intenta calmarnos, pero acaba uniéndose a las carcajadas.

El anciano mueve la cabeza. “Allá ustedes. Solo recuerden: quien ríe último…”

Insisto a los chicos. Las noticias, las recomendaciones. No es seguro. Pero ellos, como siempre, descartan mi opinión—nuestra opinión. Ya Mariana, no te pongas histérica, dicen, lo que pasa es que ustedes las mujeres no entienden de estas cosas. Entonces nos dejan saber que son ellos los que están a cargo, que nos dediquemos a disfrutar. Ahogan nuestras protestas subiendo el volumen de la radio y seguimos el camino hacia la montaña. Durante el trayecto no puedo sacarme al hombre de la gasolinera de la cabeza, sus ojos hambrientos, la palabra “damitas” deslizándose por sus dientes amarillos como miel rancia. La oscuridad de un túnel nos envuelve. El ascenso es lento. Retorcido. La estática se va apoderando de la música hasta que acaba con ella por completo.

Durante el camino al parque nacional continuamos burlándonos de la historia del viejo. Qué asco acabar así. Pero ya en la montaña, luego de encender el fuego, entre cervezas y alaridos, nuestra risa se va transformando en rabia. ¿Por qué tiene que ser un hombre el villano de la historia? pregunta Ricardo. El monstruo, el psicópata, siempre un hombre. Hollywood es bastante injusto con nosotros. Las mujeres también, dice Javier dirigiéndose a las chicas, no entienden que somos incapaces de hacerles daño. No podrán encontrar a nadie mejor o más educado que nosotros. Siempre cumplimos con nuestra palabra: que les entre eso en sus delicadas cabecitas. Con sus quejas y sus marchas lo único que consiguen es molestarnos. ¿No ven que somos las verdaderas víctimas?

Las cejas de Andrés se levantan, pero no dice nada. Ante las caras de shock de las chicas, les hacemos cariñitos. No sean amargadas, dice uno de nosotros, es una broma de Javier, ya lo conocen. Aullamos al cielo escarchado mientras nos bajamos otra ronda de bebidas. La espuma se escurre por nuestras barbillas y trituramos las latas antes de lanzarlas hacia el bosque.

En el colegio las monjas nos enseñaron a ser buenas niñas, a mantenernos castas, modestas. Nos dijeron que debíamos ser sumisas, obedientes. Por eso resultó confuso cuando los chicos empezaron a arrinconarnos en las fiestas, a sobarnos las nalgas. Que no, dijimos. Que paren, pedimos. Pero ninguno de ellos paró.

Las salchichas revientan al calor de las llamas agitando los espíritus de los animales. La grasa brilla en nuestras manos y las chicas imploran que nos limpiemos antes de tocarlas.

¿No escucharon?, les recuerda Ricardo, según el viejo de la gasolinera vamos a morir esta noche, así que qué más da. No sean quisquillosas. Todos chocamos los puños, excepto Andrés quien por algún motivo se ha puesto igual de sensible que las chicas.

Si de verdad hay un asesino escondido en el bosque, continúa Ricardo, va a tener que vérselas con nosotros. ¡Aquí te esperamos! grita a la oscuridad. No te tenemos miedo.

Javier me empieza a tocar con sus manos grasosas. Me resisto, le digo que no tengo ganas, que estoy preocupada por lo que acecha allá afuera. Pero él no hace caso, lanza un “no seas tonta” y sigue tocando. Digo que no y lo empujo despacio. En la luz siniestra de la fogata, sus ojos reflejan pantanos. Cavernas. Una alarma se enciende y sé que debo rendirme.

Miro hacia el bosque mientras me besa el cuello y desabotona mi blusa. Me pierdo un rato en el susurro del viento chocando con los árboles hasta que un resplandor me hace parpadear. El claro de luna rebota en el cuchillo—el asesino me ve mirarlo y me saluda de lejos. Sonríe cortésmente.

El crujido de los escalones nos despierta. La puerta de la cabaña se abre muy despacio y de pronto algo siniestro nos contempla. Apretamos los puños y nos alistamos para el cuchillo de carnicero, la sierra eléctrica, el machete. Por eso nos sentimos defraudados cuando es una de las chicas la que grita. Salimos de la cabaña y nos tropezamos con Amanda. Yace en el suelo, todavía tibia, con una mueca de terror congelada en el rostro. La sangre apenas empieza a reclamar su lugar en la superficie, como si una flor tímida estuviese brotando desde las entrañas del cuerpo.

Una mujer la primera víctima. ¡Qué predecible! Encima la más guapa de todas.   

“Maldita sea, el asesino anotó un diez”, dice Ricardo.

Las chicas voltean a mirarlo espantadas.

Él les ofrece su sonrisa más seductora. “Ya, no sean exageradas. Por su bien, será mejor que se relajen”.

Escuchamos una risa a lo lejos. El sonido espeluznante lanza a las chicas hacia nuestros brazos. Nos complace que necesiten de nuestra protección.

“No se preocupen, pequeñas”, les dice Javier, “mantendremos guardia toda la noche. Ustedes son nuestras mujeres y no permitiremos que nadie más las toque”.

Entonces las encerramos en la cabaña y ordenamos que guarden silencio.

Se lanzan el cuerpo unos a otros, moviéndolo a su antojo como si fuese una muñeca de trapo, un títere. Ensucian su melena larga y rubia con el lodo hasta que se cansan y la dejan sobre las raíces de un roble. Intento limpiar la sangre de su rostro, de sus manos. Empiezo a cantar, pero el golpe de los truenos ahoga mi voz. El resplandor y los rugidos se apoderan del bosque como bestias que se alistan a destruir lo que encuentren a su paso.    

Nos escondemos tras los arbustos, entre las sombras, sin perder de vista la cabaña. Las horas van pasando y no hay señal del monstruo. No es justo, dice Javier, ¿por qué las chicas pueden darse el lujo de quedarse dentro, secas y abrigadas? Ellas felices de la vida y nosotros aquí a la intemperie. Luego vienen con el cuento de la igualdad y no sé qué.

Andrés empieza con uno de sus sermones, pero los coyotes lo interrumpen. Desde la profundidad del bosque nos regalan sus aullidos. Contestamos al llamado y las dos manadas se alborotan.

La niebla se va asentando y ellos nos piden que bailemos, que sonriamos. Si no sonreímos, no estamos complaciéndolos, nos dicen. Sus bocas traicionan. Sus cuerpos exigen. Los aullidos de los coyotes son cada vez más altos, más insistentes. Desde los árboles nos llega el lamento de un ciervo: el aire se rompe y los alaridos de victoria se elevan sobre nosotras. El aliento a sangre lo invade todo.

Nos despertamos con la cabeza palpitando y el vómito seco en el rostro. Bostezamos, nos estiramos y reímos soñolientos. Entonces la escuchamos. Una de las chicas grita. Ha estado gritando durante un buen rato, dice Andrés. Afuera de la cabaña, Mariana apunta con su mano pálida hacia los cuerpos que cuelgan de los árboles. Las piernas de las chicas se mecen al viento en un ritmo tenue y sensual como si estuviesen bailando para nosotros. Ahora que son ornamentos silenciosos las sentimos más nuestras que nunca.

Ya solo queda Mariana.

“Voy a morir aquí”, murmura con la mirada perdida. Ricardo comenta que así con el pelo sucio y alborotado y con lágrimas de rímel atravesando su rostro, casi podría pasar por una zombi sexy.

“Tranquilízate”, le pide Andrés. “Todo va a estar bien. Nosotros te vamos a proteger”.

Pero la boca de Mariana se contrae en una sonrisa. Sus labios partidos se abren y rompen en una carcajada.

“Ustedes… ¿Ustedes me van a proteger?”, sigue riéndose, “¿así como lo hicieron con las otras?”

“No seas malagradecida”, dice Javier.

Pero ella no para de reírse y su risa se siente como mil dagas que se clavan en nuestros oídos.

“No sabes lo que haces. Deja de reírte de nosotros”, le advierte Andrés. Nuestras mandíbulas se tensan. Nuestros puños se van cerrando.

“Son ustedes los que no saben nada”, responde Mariana sin titubear. De verdad cree que es más inteligente que nosotros.

“¡Cierra la boca!”, rugimos.

“Solo muerta”, nos grita. Da un salto y echa a correr.

Nos lanzamos hacia ella, pero es mucho más ágil que nuestros cuerpos atrofiados por la resaca. Conseguimos rasgar su vestido. Escondidas siempre bajo demasiada ropa, no nos podíamos imaginar sus curvas.

“No corras hacia el bosque”, grita Andrés. “¡Allí está el asesino!”

Aunque las ramas se empeñan en detenernos, la risa de Mariana nos guía directamente hacia ella. Si tan solo dejara de reírse de nosotros, quizás estaría a salvo. Quizás todos estaríamos a salvo.

El hombre del cuchillo me llama. No lo puedo ver, pero sé que me está llamando.

Los chicos ordenan que pare. Que voy directo al peligro, me dicen. Cuando era niña, no me enseñaron las cosas que pueden decir los hombres para meterse entre mis piernas.

Pero ya no les creo.

El resplandor me guía hacia el fondo entre los árboles—un faro que ilumina el camino a casa. Ellos siguen dándome órdenes. Yo no dejo de correr. Corro hasta ya no sentir las piedras clavándose en mis pies. Corro hasta cuando ya no duele respirar.

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