El farol de la esquina titilaba como un corazón enfermo. El reflejo amarillo brillaba en la chapa pulida del Ford viejo y negro. Fredy llevaba las botellas heladas; yo, los discos, y Eduardo cargaba la guitarra. Estábamos ansiosos. Era una de esas sesiones interminables que mezclaban el amor y la repetición. Antes de empezar con la hipotética grabación, queríamos escuchar unos discos para entrar en calor sonoro.
Fredy instaló la videocasetera y puso la película. Le encantaba alquilar cine de clase zeta: los títulos vanos, la chica ya desnuda en la oficina y el joven ansioso que entra y le encarga una compra inútil. Era la misma escena que Fredy veía cada vez con una extraña fascinación.
Yo me acerqué al equipo y puse el disco de Gary Moore.
Poné el primer tema, soltó Fredy. No sacaba los ojos del televisor.
La púa cayó en el surco oscuro y estalló la aspereza del inicio. Luego sonó la batería y la guitarra solista se desplegó en el mudo interior de la galería. Fredy no se despegaba de la pantalla mientras apretaba la tecla de avance rápido. Solía ver la porno con las manos en los bolsillos, como si escondiera en ese gesto una acción siempre posible. Las manos eran su amuleto. Apretaba el botón de aceleración de la imagen a cada un minuto.
Siempre íbamos a la casa vieja de Fredy. Solíamos hacer una picada para acompañar la música que rompía los parlantes.
Cansado, Eduardo sacó la Fender del estuche. El foco desnudo colgaba de un cable envuelto por las telarañas. Vi las marcas del tiempo y el haz difuso que se estampaba en la carcasa. Eduardo rozó con sus dedos blandos la máquina Fender de humo y arrojo.
Enchufála, pidió.
Lo hice. Un zumbido eléctrico invadió el aire. Fredy puso pausa y se acercó al equipo. Se frotó las manos y se sirvió un vaso de cerveza. Volvió al sillón desvencijado. Era de cuerina marrón y tenía unos agujeros repetidos.
Eduardo sacó la púa y tocó un acorde menor. Un chillido húmedo congeló la transpiración de la botella. Fredy se dio la vuelta y luego puso su cara al servicio del televisor. La oficinista le hacía una felatio al joven emprendedor. Nada que no hubiéramos visto antes. Era el eterno retorno de lo mismo. Pero Fredy vivía su rito con parsimonia. No podía reunirse sin esa letanía de planos cerrados, cuerpos desnudos en la descomposición de la carne, penes, vaginas, quejidos mudos. Fredy quitaba el volumen del televisor y componía su propia banda sonora –como si fuera un videoclip improvisado– con la música que sonaba en los parlantes.
Fredy era un precursor. Combinaba los equipos y producía una señal multicanal con la bandeja de discos, el televisor y la conversación esporádica.
Eduardo apretó las cuerdas y el punteo estalló en la pieza.
Esperá, dije, y Eduardo me miró fijo.
El disco de Gary Moore alcanzó el tercer tema. Gary Moore tocaba por enésima vez su solo de blues. Eduardo se plegó y planeó con su guitarra encima del disco. El lamento de Moore se fusionó con la performance de Eduardo.
Fredy sacó por única vez las manos de los bolsillos y cerró los ojos. Sólo la música podía lograr ese efecto. Luego se paró, se puso en posición, e hizo la mímica de tocar la guitarra. Yo dejé seguir el disco y escuché, extasiado, el solo de Eduardo.
“Aún tengo el blues”, dije.
Cuando el tema terminó, aplaudimos. Fredy volvió al sillón. Dejó seguir la película y se perdió. ¿Qué encontraba en los planos de vaginas reproducidas a una velocidad insólita?
Años después lo crucé en la peatonal. Iba con una mujer más joven que él y llevaba una versión en vinilo del disco de Gary Moore.
Fredy levantó la tapa del disco y me hizo un guiño con el ojo. Vi un brillo inaudito en el parpadeo inesperado. Y en un instante encontré el pasado. Cegado por el relámpago, cerré mis ojos. Cuando los abrí, las dos figuras eran una silueta leve en la lejanía.
Photo Credits: Javier Sinclair