Panamá
Atardece mientras nos acercamos desde el norte a la costa caribe. El cielo al occidente rutila mientras el mar que aparece y desaparece bajo las nubes se va opacando. Cuando avisto el litoral sé que es tierra centroamericana y sonrío. El mar Caribe baña oscuras playas. Nos adentramos sobre tierra ístmica, sobrevolamos el cinturón de selvas, montañas y llanos, y en pocos minutos ya lo hemos atravesado hasta el Golfo de Panamá. Casi ha caído la noche. Apenas se distingue el mar de la tierra por las distintas texturas y tonos de la penumbra. Decenas de buques anclados aguardan su turno para atravesar el canal. Sus luces fulgen y se reflejan tenuemente en las opacas aguas del Pacífico nocturno. Aterrizamos en una franjita de tierra cálida entre mar y océano. En este suelo ya me siento en casa.
Costa Rica
La nubosidad no me permite distinguir cuando sobrepasamos la costa del Pacífico central y la desembocadura del río Grande de Tárcoles y nos adentramos sobre tierras de Garabito hasta superar la cordillera. El piloto anuncia que no podemos aterrizar en Alajuela por neblina y lluvia y debemos contornar por aire el Valle Central hasta que mejore el tiempo y recibamos autorización para descender. Miro por la ventanilla y de vez en cuando, entre nubes, ubico la luminosa mancha amarilla de San José y las más trémulas y discretas luces de Alajuela y Heredia. Voy contando las veces que observo San Chepe desde el noroeste. Tras el quinto largo circuito, empiezo a sospechar que nos enviarán de vuelta a Panamá. Impaciente y flaco discípulo de Marco Aurelio, mi estoicismo no da para tanto. «Sí, ya sé, Marquitos: hay que aceptar las circunstancias que no puedo controlar y controlar las pasiones y los deseos a los que no debo sucumbir. Pero ya llegué desde Brooklyn hasta las alturas sobre mi verde valle. Quiero pisar mi meseta y dormir en casa esta noche». La verdad, soy más hedonista que estoico: quiero el placer de dormir en mi cama y despertarme para beber el café chorreado por mi mamá. Decido cerrar los ojos, pedirle a la Vida esa gracia, y escuchar «A Sort of Homecoming» en mis audífonos. He escuchado esta pieza de U2 al acercarme a Costa Rica por aire desde la primera vez que regresé tras haberme marchado a estudiar fuera del país. Esta noche, la canción es una plegaria.
Oh, don’t sorrow,
no, don’t weep,
for tonight at last
I am coming home.
Funciona. La Vida me responde. Descendemos y aterrizamos. En el aeropuerto me espera mi Tata solo, pues mi mamá trabaja temprano. “Una sola vez en todos estos años,” suele decir con orgullo, “no pude recogerte”. Fue en un momento de un fuerte quebranto de salud que sacudió los cimientos y las certezas de nuestra vida familiar. Pero ya pasó, gracias también a la Vida, y lo tengo frente a mí, firme y fuerte como un guayacán, sus ojos color miel con el mismo brillo un tanto pícaro de siempre. Nos abrazamos y me lleva a casa.
Photo Credits: Benson Kua