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Fabián Soberón

Batman en California

A Jorge Daniel Brahim

Jorge Brahim me habla por teléfono. Alelado, agitado, me dice que ha ocurrido algo en Denver. Me pide que saque el mapa y que me fije si está cerca.

Tenés que ir a cubrir, dice con un hálito de nada en la garganta.

¿Qué paso?

Un loco entró a un cine y mató a muchísima gente.

¿Qué?

Si, en Denver, Colorado, precisa.

No te puedo creer.

Yo estoy en la cama. Tengo el pijama puesto. Las pesadas lagañas por la noche de alcohol me pesan en la cara arrugada. La ventana está cerrada pero puedo vislumbrar el sol naranja que empieza a acariciar las persianas. Las sábanas blancas están enrolladas a mis pies y las ojotas nadan debajo de la cama. Dejo el viejo tubo negro al lado de la mesa de luz y busco, lento, en la estrecha mesa el mapa arrugado de EEUU. Con pereza, ubico la ciudad.

Levanto el tubo negro. Me sueno los moscos de la nariz.

Está muy lejos, digo, medio dormido.

Tenés que ir, repite.

Estás loco.

Jorge deja sonar su respiración penetrante y pesada en el liso tubo negro. La línea emite un aleteo de ronquidos ásperos en la distancia. Jorge toma aire, y arremete con más ahínco.

Llamá a la policía, llamá a la gente del diario del pueblo. No sé. Hacé cualquier cosa. Pero buscá la manera de llegar.

Está muy lejos, insisto.

Mientras me pongo las ojotas para ir al baño que está en la planta baja, miro por la sombría ventana cerrada los primeros rayos del temprano sol. Son las seis y media. Y está amaneciendo.

Jorge resopla una vez más, esta vez furioso.

Si no vas, te echo.

No recuerdo lo que respondo.

Jorge dice unas palabras y cuelga, apurado, histérico. Está en la redacción del diario a miles de kilómetros, en una provincia del norte de Argentina. Y yo duermo en un hotel de California, cerca de Los Ángeles, tratando de empezar mis primeras vacaciones solo, luego de la fría y amarga separación.

Voy al baño, me cepillo los dientes amarillos por la fría cerveza de la noche y me meto en la ducha. El agua, helada, me congela el cerebro y despierta mi sentido del tiempo.

Miro la hora y ya son las 8.

Entro en un café estrecho y siento el humo blanco de los míticos fumadores del pueblo. Hay muchas historias sobre los viejos y fantásticos dueños del tabaco. Pero hay una que conmueve. Dicen que un profesor de la universidad siempre fuma un puro antes del mediodía. Dicen que siempre lo hace en homenaje a una hija muerta por la droga, una chica que había vivido cerca de Hollywood, antes de los 90. La chica se daba con todo y era devota de un grupo de rock que propiciaba la ingesta como modo de llevar la juventud al límite. El grupo era discípulo expreso del escritor William Burroughs.

Mientras ingiero, involuntario, el ácido humo blanco que vuela en el aire, me siento en una esquina del bar y pienso en el profesor y en su hija. Quiero pedirle información sobre Hollywood: quiero escribir una crónica sobre los orígenes de la industria del cine. Pero rápidamente vuelvo a Denver cuando abro el diario. Recuerdo la airada frase final de Jorge y sufro, con el cuello duro, por la posibilidad del desempleo.

Además de los fumadores, hay unos cuantos borrachos que quedan de la noche anterior. El olor a whisky sucio que impregna las cortinas se expande como una alfombra invisible. El sol ya incendia la ventana y el dueño es un gordo que sufre con el calor. Se para y cierra las humeantes cortinas.

Pido un café cargado.

Miro nuevamente la hora.

Sigo con el New York Times. En primera plana está la foto del fatídico cine. El título anuncia una tragedia: La masacre de Denver.

Leo un poco más. Me canso. Sin quererlo, estoy trabajando. El periodismo es un oficio injusto, riguroso y sacrificado. Yo estoy de vacaciones y es la primera vez que salgo solo, lejos de casa, sin mi esposa y sin mi hijo.

El sol aumenta la temperatura del estrecho bar.

Dejo el diario. Saco una novelita de Graham Greene que tenía metida en el bolso. Las moscas empiezan su espeso peregrinaje matutino. Hay una que torpemente se posa en mi taza reluciente. Golpeo con el grueso bloque del diario aquí y allá para correrla. Pero la mosca insiste, impasible y certera. Yo también insisto y, sin querer, la mato.

Leo un poco la novela. El argumento es sencillo, casi como todas las novelas del inglés. Recuerdo un ensayo de Martin Amis donde dice que Graham Greene es un fantasma del pasado. Amis es duro con Greene. Pero yo no hago caso. Los intelectuales son una manga de cínicos que se dedican a elogiar a los escritores cuando están vivos y que cuando se mueren lo único que hacen es darle palos.

Leo una hora más.

Estoy en una disyuntiva. O busco información sobre Denver o me voy al cine.

Abro nuevamente el diario. Veo la cartelera. Dan La era del hielo, Spiderman y la última Batman.

Quizás por una culpa escondida, vuelvo al New York Times. El diario dice que el tirador de Denver había entrado al cine vestido de Guasón. Me estremezco.

Todos los caminos conducen a Roma o a Denver, pienso. Si veo la película, encontraré indicios de la matanza.

Pago. Salgo envuelto en el rancio humo blanco de los viejos fumadores del pueblo. Las tinieblas son el anuncio de algo propiciatorio.

Recorro las cuadras que hay entre el bar y el antiguo y pequeño cine del pueblo. Un cartel remarca lo que he visto en el diario.

Miro hacia todos lados. Un joven está sentado en la vereda, con un bolso pequeño a sus pies. Está solo y tiene unos anteojos oscuros y rodilleras antes de los tobillos. Insisto: está solo. Entro al raído vestíbulo del cine y la cajera, consternada, pregunta:

¿Vio lo que pasó en Denver?

Le contesto con un monosílabo de mi esquemático inglés.

Saco un boleto para ver la de Batman.

Entro a la amplia sala. Es uno de esos cines que todavía quedan en los pueblos. Está vacío. Solo hay un niño sentado al frente, pegado a la pantalla.

Me siento. Al rato entra el joven huraño de la vereda. Lleva su bolso pequeño y sigue con sus anteojos negros.

Me quedo tieso. Pienso en mi esposa sola, triste, y en mi hijo, lejos, a miles de kilómetros de EEUU. Pienso en las rojas tardes juntos, en la irrecuperable felicidad, en los árboles fugitivos del verano anterior, bajo el brumoso cielo sueco. De pronto, una brisa leve me acaricia, inconfundible, los ojos. Es el joven que se levanta de la butaca.

Un aire helado recorre mi espalda.

Al fin de cuentas, no importa el lugar en el que mueras. Lo que importa es estar cerca de los seres queridos. Yo estoy lejísimo.

Cuando quiero salir de la sala, la música empieza a sonar por los parlantes.


Photo Credits: State Library Victoria Colle

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