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baruta caracas
Photo by: Liz Henry ©

Baruta

Un día de 1.582, entre la humedad de la selva y el coro risueño de querequeres y turpiales, el cacique Baruta –hijo del cacique Guaicaipuro y de la india Urquía— le cedió al conquistador Alonso de Ledesma 13 hectáreas de terreno americano. Este hombre, flaco y robusto de palabra, antiguo compañero de Diego de Losada, utilizó esa tierra para fundar un hato, y en los alrededores del hato se levantó un caserío que hoy conocemos como Baruta.

Cuenta la historia, para el regocijo de los curiosos y de los atentos, que este sujeto realizó una de las hazañas más asombrosas de la colonización. Resulta que en 1.595, trece años después del pacto con los indios, un pelotón de corsarios atracó en el puerto de La Guaira. Su objetivo era saquear Caracas, empresa muy común en aquellos días. Ante este escenario, el señor de Ledesma, solo y con una lanza empobrecida, después de ver huir a la población caraqueña, se enfrentó a los quinientos piratas sobre el lomo de un caballo ruin y vistiendo una armadura medieval. Harto de la incompetencia de la defensa oficial, sensible al destino de su ciudad, arremetió ferozmente contra los invasores. Luego de herir a varios, una bala le quitó la vida y los piratas saquearon la ciudad. El líder de los canallas, cuyo nombre era Aymas Preston, reconoció el coraje del viejo conquistador y, aparentemente, dejó que lo enterraran con respeto. A partir de allí nació un rumor fascinante: Cervantes, que para ese tiempo escribía su obra inmortal, escuchó la noticia en España y la sintió como el susurro de una musa. (Para que una noticia cruzara el Atlántico en el siglo XVI debía ser, por lo menos, asombrosamente buena u asombrosamente mala). En otras palabras: es posible que Baruta, sitio histórico de amistad, haya sido fundada por el hombre que inspiró a Cervantes a escribir Don Quijote de La Mancha.

Pero hoy, para contemplar el heroísmo de Ledesma o el genio de Cervantes en el pueblo de Baruta, habría que sintonizar nuestra mirada al modo más compasivo y abierto posible.

Decían los estoicos que un vistazo al presente es un vistazo a la eternidad. Que en el hoy convergen el ayer y el mañana. Con la intención de saborear semejante poesía, veamos al pueblo de Baruta en dos tiempos: en la mañana y en la tarde.

A las ocho de la mañana de un miércoles caliente, con el cielo juvenil y las motos apagadas, Baruta se muestra como un pueblito adormilado y desordenado. El único factor ordenador viene de la calle Ricaurte, una principal que atraviesa y organiza el pueblo de norte a sur. Conociendo al pueblo –esto es: sintiéndolo con el cuerpo y observando su geografía–, uno se imagina que el caos viene de tres factores. El primero sería el accidentado relieve, que sin duda dificulta la lógica urbana. El segundo sería la negligencia de las autoridades en su tiempo correspondiente. Y el tercero, que no es un padecimiento baruteño sino venezolano, depende del desbarajuste espacial que enturbia la mente nacional. Somos terriblemente desordenados. Y el desorden es como el polvo, si no se limpia se acumula hasta opacarlo todo. Más que una virtud, el orden es una necesidad. Sin él no hay luz, no hay claridad. Y de la misma manera, y por esto es tan arduo combatirlo, el desorden, a su vez, es natural.

Tan natural que, en una callecita aledaña, alguien dejó su pote de champú colgado en un cable eléctrico. Tal vez la santería cambió su indumentaria orgánica a una industrial, cambiaron los cráneos de vacas por recipientes Head N’ Shoulders. Si seguimos el cable llegamos al poste central: una maraña grotesca de cables enredados alrededor de un transformador. El alumbrado es tan precario en todo el pueblo, que los cables parecen bolas de pelo, cientos de bolas de pelo colgando sobre los transeúntes.

Más allá, un autobús rompe el silencio con un cornetazo violento. La paz desaparece ante la llegada del apuro. Para la molestia del autobusero, una señora estacionó su carro en el sitio equivocado, y se fue tranquilamente a realizar diligencias. Un militar, al ver esto, revisa el parabrisas del vehículo, no ve a nadie y arremete con dos patadas al caucho frontal. Su gesto tiene un poco de rencor y otro de bondad, y es que –recordando que tenemos que observar con ojos buenos–, el hombre quizá quería revisar el aire de los neumáticos. Simultáneamente, una pareja de ancianos se acomoda en los banquitos de la plaza Bolívar. La sombra apacigua el fervor del sol. Las mañanas de octubre han estado vivas, intensas, como si la energía reposada por la pandemia estuviese empezando a borbotar. Cuando la ansiedad del autobusero cesa, la viejita encuentra una oportunidad para desahogarse: la pensión no alcanza, están demasiado cansados para trabajar. Con lentes empañados y medias hasta las rodillas, con las muñecas huesudas y la ropa colgante, ella se queja y su marido escucha. Tanto esfuerzo para nada. Tanto sacrifico para terminar pidiendo por la muerte de un presidente porque, según parece, es el único camino posible. Y es que sin quererlo, forzada por la horrible necesidad, se ha rozado la idea de que un hombre muera para que un país se salve. Así, después de pedirle perdón a Dios, la señora se queja de los precios del aceite, del maíz, de las hojillas, del papel, de la harina, del cargador, de todo aquello que no puede comprar. Luego de varias cavilaciones, un suspiro y tres refunfuños justificados, buscando alivio en el último refugio, resuelve preguntarle a su esposo:

-Y a todas estas, ¿a qué hora es la misa?

El pueblito virgen con riachuelos transparentes y plantas de aguacate queda para el recuerdo. Hoy Baruta es un pueblo de mecánicos, electricistas y plomeros, que parece cepillado por un brochazo de grasa automotriz.

Al caer la tarde el panorama cambia. El bramido citadino, los golpes de martillo, el chirrido de las motos y el incesante quehacer, duran de nueve a cuatro de la tarde. A partir de allí, un tornado bienintencionado barre progresivamente el ruido. Los baruteños se recogen apaciblemente, dejando espacio para que la brisa navegue sin obstáculos por las calles descuidadas. Solo queda la plaza, el corazón de la bestia noble que es hoy Baruta.

En ella, con los ojos adecuados, como observando a través de una gota, reconocemos la idea de los estoicos. Quien ha mirado el presente, todo lo ha visto –escribe Marco Aurelio en sus Meditaciones–: a saber, las cuántas cosas han surgido desde la eternidad y cuántas cosas permanecerán hasta el infinito. Pues todo tiene un mismo origen y un mismo aspecto.

De este hilo, en la plaza percibimos todo lo que fue, todo lo que es, todo lo que será. Entre los faros sin luz y los arbolitos de mamón, entre los banquitos oxidados y el suelo roto, entre la basura callejera y los edificios sin pintura, entre la decadencia deslumbrante y la virtud opacada, habita, sin saberse, nuestra feliz, indiferente y trágica venezolaneidad. La misma que se ha desarrollado desde que Losada conquistó, y la misma que será después que nos vayamos. En esta escena contemplamos a una pareja joven saborear el amor; escuchamos a los pájaros que silban, a los gatos gimiendo, al viento aullando; miramos a los viejitos solitarios, a los borrachos, a los desamparados, a los ambiciosos, a los que esperan y a los arrepentidos.

En el medio de la plaza se yergue una figurita esbelta de Bolívar. Una, digo, de las miles de estatuas bolivarianas que se alzan a lo largo y ancho de Venezuela, como si en esta tierra no hubiesen otros hombres a quienes conmemorar. Frente a él, justo donde coloca su mirada dura, se levanta la iglesia colonial del pueblo. Su arquitectura produce una impresión dual: elegancia y esterilidad, tradición y monotonía. Lo colonial recuerda al pasado, a los otros que antes de nosotros vivieron. He allí, en el resurgimiento solemne de la cultura, donde yace el alma, el rasgo distintivo del arte colonial. Pero también, como ocurre con la iglesia de Baruta, sus formas y detalles nos parecen insípidas, anacrónicas como un coroto inútil.

A la derecha de la plaza yace la Alcaldía: una agradable construcción moderna que, con un poco de cariño, podría convertirse en un bastión del progreso, similar a la primera tienda que montan los exploradores cuando llegan a tierras nuevas. Ahí está la estructura, como esperando, sostenida por la misma aura de desidia que aguanta, y que seguirá aguantando al resto del país. Al respecto funciona preguntarse qué se derrumbará primero: la indiferencia o el acero. Cualquier respuesta sería una especulación. Lo que cabría apuntar es que una vez derrumbada la indiferencia, en el mejor de los casos, empieza la acción. En cambio, el acero se oxida sin posibilidad de revivir, se pudre lenta y desgarradoramente desde sus adentros. Nuestro caso, nuestro caso profundo, el espiritual y el moral, tienen algo de ambos componentes: la tara esperanzadora de la indiferencia, y el trágico destino del acero.

El crepúsculo se desparrama pacientemente por el cielo. Los borrachos son los últimos en irse, como es usual. Ya no quedan ancianos en la plaza y la iglesia está cerrada desde marzo. Solo quedan perros hurgando en la basura y una que otra persona atrasada que perdió el autobús. A los niños los recogen porque la noche llegó, la noche que, como en la selva, como en aquel valle prístino de 1.582, alberga peligros. El peligro no es una víbora ni una invasión sorpresa, sino un posible inconsciente armado. A pesar de ser un pueblo noble, Baruta aún esconde delincuencia. Todos lo sabemos, sobretodo los dos hombres que acaban de llegar a la plaza. Uno es baruteño, el otro no. El visitante se estaciona en frente del C.D.I., un ambulatorio ruralesco manejado por médicos cubanos, y se baja del carro. El local, más sereno y puntual, lo esperaba sentado sobre una caja grande de plástico. Al encontrarse se saludan cordialmente, y el anfitrión, tal y como hizo Baruta con Ledesma, tal y como lo seguiremos haciendo, se agacha, levanta la caja, y se la entrega al recién llegado en son de amistad.


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