Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Adriana Mora
Adriana Mora

Barcelona tiene magia (Parte IV)

¿Quién vive aquí?

Después de tres meses había que mudarse, necesitaba más espacio y más sol. Es difícil en Barcelona encontrar un piso completamente exterior y aún así nada garantiza que algún rayito se cuele por la ventana. Sin embargo, después de mucho buscar aquí y allá, mi futura roomate y yo acabaríamos encontrando el piso soñado, incluso mejor, aquel que los amigos incrédulos apostaban que era imposible pillar. Pero lo hicimos y a partir de ahí fui todavía más feliz en la ciudad en la que viví los años más felices de mi vida. Ciento veinte metros cuadrados perfectamente distribuidos, lejos del típico piso barcelonés del pasillo oscuro apiñado de cuartos. Ciento veinte metros de luz exterior en las habitaciones, en el salón y en la inmaculada cocina blanca de espejos que de solo verla daban ganas de cocinar. Incluso a mí. Un piso exterior, con dos balcones, tres habitaciones y dos baños, calefacción y aire acondicionado en la calle Saragossa de Sant Gervasi es casi como ganarse la lotería. La gente de Barcelona sabe lo que cuesta tener uno de esos porque son como tesoros escondidos y la luz exterior se paga caro, más si es en un barrio pijo. Dos colombianas sin fiadores y sin crédito no la tenían nada fácil, pero el encanto natural para caerle bien al dueño y alquilar el tercer cuarto, siempre dan resultado.

Vivir con una amiga es una ventaja, nunca se quejará de las reuniones en casa con amigos porque son también los suyos. Pero la colombiana estuvo poco y aunque los primeros meses que se estrena piso son los más animados, con el tiempo ese lugar se convertiría en la ‘casa de las celebraciones’; es lo que trae tener un piso bonito, grande y bien ubicado y una anfitriona dispuesta a abrirles la puerta a todos: a los amigos, a los amigos de los amigos y así sucesivamente. En Europa la solidaridad por el que va de visita, con un presupuesto justo y no conoce a nadie, se incrementa y así como amigos y amigos de mis amigos me han hospedado en algunos de mis viajes, al final siempre traté de pagar el favor de la misma manera.

Además de la colombiana, que resultó ser también santandereana, en mi piso vivieron dos peruanas, una catalana, una pareja de sevillanas, una francesa, dos gallegas, una griega, una alemana y un belga. Barcelona muchas veces es solo una ciudad de paso.

Instalada en ese piso, a solo cinco minutos de mi antigua casa y del animado barrio de Gràcia, inicié nuevos recorridos para mis caminatas que poco a poco fueron dando paso a otras actividades, porque lo de conocer la ciudad a pie es un gusto que también tiene sus etapas. Al principio el destino era la Avenida del Tibidabo, la calle adornada con palacetes de las familias burguesas del siglo pasado, atravesando primero Balmes en un trayecto que me llevaba por la parte alta de Barcelona en el distrito Sarriá-Sant Gervasi, la zona donde viven los ricos de hoy que en plena efervescencia de la famosa burbuja inmobiliaria alcanzó a ser la más cara de toda España.

Más arriba, en la montaña del Tibidado, donde cuesta llegar a pie y es mejor tomar el tranvía azul y luego el funicular, se tiene la panorámica más linda de toda la ciudad, mejor incluso que desde el Castillo de Montjuic, aunque el mérito de aquel es la vista irrepetible del puerto pero en el grueso de su actividad: el muelle adosado donde atracan los cruceros y se descarga mercancía, lejos de la escena clásica del muelle con yates de la zona del Maremágnum.

Coronando la montaña del Tibiado está el Tempo Expiatorio del sagrado Corazón, ese que veía desde mi calle cada vez que llegaba a casa desde la estación del FGC de Gràcia, un conjunto de columnas góticas iluminadas de noche sobresaliendo de una llanura negra.

En las mañanas, hacía el camino inverso ‘sin mirar’, conocía la ruta a la estación de Gràcia de memoria; sin embargo cuando estuvo colgado el cartel “Seguimos expropiando las casas de los ricos” en la puerta de madera, bajaba por la calle Saragossa pensando que debía tomarle una foto. Siempre iba de prisa a las nueve o perdía el tren, sabía que a esa hora ya habrían entrado los niños al colegio que no parece colegio, no tiene letrero ni dibujos de animales con cuerpos regordetes que tiene la fachada de un colegio preescolar en Colombia. Después, solo edificios a cada lado de la calle, edificios bajos con balcones de rejas sin toldos ni sábanas colgando, este no es el Raval, es el aburrido barrio Sant Gervasi, pero yo nunca decía que vivía en Sant Gervasi, decía que vivía en Gràcia, es más progre y menos pijo, total, solo los separa una calle. Recuerdo que en el local de la esquina dos mujeres chinas se aburrían de tanto mirarse. Dicen que los lugares de manicure chinos solo son una cortina de humo para “vender sexo”, que por eso hay tantos negocios chinos de ese tipo. Recién abierto, pasaba despacio de vuelta a casa, tratando de descubrir dentro del pequeño cuarto una puerta que no fuera la del baño, un rincón oculto en el que llevarían a cabo el verdadero negocio. Nunca vi movimientos extraños, ni clientes, ni clientas. Dejé de mirar cuando me aburrí de ver aburrirse a las dos chinas. Doblando a la derecha está el Sandwich & Friends, el restaurante que me salvaba de la cocina los viernes, con sus dibujos pop de jóvenes adornando las paredes. Desde su terraza se pueden escuchar los coches en Via Augusta, la calle del otro lado tan importante como ruidosa, pero al llegar a Sant Eusebi, una calle pequeñita y angosta, el ruido queda como aislado, eso no es un rectángulo perfecto, ninguna manzana en Barcelona lo es, Via Augusta se va torciendo hacia la izquierda y los pitidos se van torciendo con ella y queda Sant Eusebi tranquila con los edificios repetidos de balcones sin plantas, un bar en la esquina con Saragossa que anuncia comida casera en la entrada, solo a un paso de mi edificio, el que está junto a la puerta de madera de una casa abandonada con la que algunas veces fantaseé, como si se pudiera fantasear con las casas, una casa que durante las dos semanas que fue tomada por okupas, me hizo ‘mirar’ de verdad, sin importar si iba a perder el tren.

No es común ver Okupas en Sant Gervasi, al menos en ese momento no lo era, pero con los tiempos que ahora corren, ya ni se sabe. Gràcia es el barrio que quizás concentra la mayor población de movimiento okupa, que no es otra cosa que grupos de jóvenes que se toman viviendas abandonas, no solo con la idea de residir en ellas si no de usarlas como centros de actividades culturales. Es muy fácil reconocer una casa Okupa, tienen letreros o grafitis en la fachada exterior y es común ver corrillos de jóvenes de apariencia desaliñada en la entrada. Pero no se puede decir que todos los –ahora llamados– perroflautas son okupas, ni todos los okupas son perroflautas. Con tanta residencias abandonadas en España y con tanta gente quedándose sin piso, personas que no pertenecen a ninguna tribu urbana o ideología política se están sumando a la onda de tomarse las casas.

Hey you,
¿nos brindas un café?