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Adriana Mora
dia internacional del libro

Barcelona tiene magia (Parte III)

Vivan los libros!

No recuerdo cuándo empezó a interesarme tanto la literatura, ni el momento en que pedir libros prestados a los amigos o a la biblioteca dejó de hacerme gracia. En España, donde los libros son mucho más baratos que en Colombia –en cualquier otra parte los libros son más baratos que en Colombia– empecé a extender una incipiente colección, aunque después lo lamentara al regresarme cuando tuve que pagar 200 € para enviarlos por barco a casa, a esta casa, la colombiana. Querer conservar más de setenta libros no fue fácil, ni barato, ni liviano. Así como regalé ropa y muchos objetos, también regalé libros, pero no podía dejarlos todos. El descontento en la oficina de Correos no hizo mella en que enviarlos y tenerlos todavía conmigo valiera la pena. Taifa, la librería pegadita al cine Verdi que de tanto en tanto vende libros de segunda –especialmente clásicos– al mismo precio de una cerveza (no la de los paquis que esa es más barata, es lo que tiene la calle), es el lugar donde compré muchos de ellos. El otro no es un lugar, es una fecha en el calendario.

El mismo día en que nació Shakespeare, murió Cervantes y se celebra el día internacional del libro, es justamente la mejor fecha para conseguir libros en Catalunya gracias a St. Jordi, una especie de San Valentín pero catalán, porque si hay algo que caracteriza a esa tierra es la voluntad de mantener intactas las tradiciones a pesar de la americanización de fiestas como ésta, aunque St. Jordi no esté precisamente ajeno a este tipo de influencias externas, pero es el 23 de abril y no en febrero como lo manda el Tío Sam, que se celebra el día del ‘Amor y la Amistad’ por cuenta de una leyenda que incluye a un héroe, un dragón y una rosa, así que para estar a tono con la historia en este día los hombres regalan a las mujeres una rosa y ellas a su vez un libro –por aquello de no apartarse de la fiesta literaria mundial–. Un libro a cambio de una rosa es un intercambio injusto, por eso algunos también enciman el libro, aunque todo hay que decirlo, ese día el precio de las rosas triplica automáticamente su valor.

Este es uno de mis días favoritos en Cataluña, desde el medio día hay un ambiente de fiesta colectivo, las librerías ofrecen descuentos y sacan los libros a la calle, el Fnac organiza una firma de autógrafos con los escritores españoles del momento frente al almacén ubicado al costado izquierdo de la Plaça Catalunya, el centro de la ciudad y donde antes se realizaban conciertos con artistas catalanes (otra de las actividades víctima de la crisis) y a lo largo de Las Ramblas, la calle más famosa y visitada de Barcelona que va desde la Plaça Catalunya hasta el Mirador de Colón, en la entrada del Puerto, los habituales actos callejeros dan paso a puestecitos de venta de rosas adornadas de cintas con los colores de la Senyera –la bandera catalana– y de libros de todo tipo, nuevos y viejos, algunos verdaderas gangas a solo 1€. Para caminar por las Ramblas un fin de semana de verano hay que armarse de paciencia –por algo es una de las calles más transitadas del mundo– sin embargo, los barceloneses, que normalmente prefieren alejarse de tanto barullo, en St. Jordi se toman Las Ramblas al lado de turistas porque es el día que hay que hacerlo, no importa que el número de transeúntes se triplique; no, esto no es una celebración para frikis, simplemente a los catalanes les gusta leer.

Vamos a caminar

Uno deja de ser turista en una ciudad después de los tres meses. A partir de ese momento se queda en casa el mapa, la guía del metro y –en el tiempo en que yo llegué a Barcelona– la cámara de fotos, aunque ahora con los Smartphone eso ya no pasa y siempre se tiene cámara en mano para captar el bailao de un gitanillo a la entrada de Plaça Reial, el concierto espontáneo de un trío de boleros en la estación de metro de Catalunya mientras un grupo de ancianos trata de seguirles el ritmo en medio de la prisa propia de la estación más importante y agitada de la ciudad, o las acrobacias de un grupo de hip hop que corta el tráfico peatonal en el Portal del Ángel, la calle de las compras que siempre está llena a cualquier hora.

Sin embargo en esos tres primeros meses de descubrimientos y asombros, de hacer amigos, de irse de fiesta, de hacer la conversión mental de euros a pesos cada vez que se entra en una tienda, de gastar dinero en ropa y comida para microondas porque todavía no se quiere cocinar, de empezar a engordar y no perderse paseo, caminar se constituye en la mejor manera de conocer la ciudad, de explorar atajos, de aprenderse los nombres de las calles, de salirse de los recorridos habituales de los barrios donde uno se mueve y de retratar los edificios art nouveau.

Viviendo en Gràcia, además de pasar el tiempo visitando sus plazas como la Plaça del Sol, llena de bares y restaurantes y una vida nocturna muy animada, o la Plaça de la Virreina, más tranquila, con la Iglesia de St Joan como guardiana a la cabecera del lugar y cerca de A Casa Portuguesa, un sitio pequeñito pero encantador donde se pueden tomar los mejores tés y esa delicia típica de Lisboa, los pasteles de Belém, también solía hacer trayectos más largos que casi siempre terminaban en la Plaça Catalunya; desde allí una nueva ruta comenzaba.

Barcelona es una ciudad ideal para caminar. Además de una fructífera etapa como lectora, allí desarrollé también la de caminante. Disfrutaba bajar por Gran de Gràcia hasta la Diagonal mirando la gente, al tratarse de una calle principal siempre hay mucho movimiento, personas entrando y saliendo de tiendas y restaurantes; a veces no seguía el camino recto, me metía a la derecha por el Carrer de Sant Marc o del Cigne y pasaba por el renovado Mercat de La LLibertat, luego volvía a salir a Gran de Gràcia por la Travessera de Gràcia hasta llegar a la Avinguda Diagonal. Allí empieza un nuevo distrito, uno de los más exclusivos y una nueva calle, la de las tiendas de lujo: Passeig de Gràcia es la Champs Élysées catalana y avanzando en ese itinerario de calles con nombres parecidos que podrían inducir a un error, uno se encuentra a cada lado de la gran avenida con dos de las impresionantes obras modernistas de Gaudí: la Pedrera y la Casa Batlló y con grupos de turistas queriendo retratarlas, así como hice yo misma la primera vez que las vi.

Caminar por Passeig de Gràcia es además hacerlo por restaurantes y hoteles exclusivos y por bares de tapas pensados para los turistas donde la comida no es la mejor a pesar de lo que indica su precio. En algunas ocasiones bajaba por la calle paralela a esta, la Rambla de Catalunya –allí a todos los paseos peatonales se les llama Rambla– que no es la misma donde se congrega el arte callejero ni los timadores de guiris, aquella está más abajo, ésta, en cambio, es otra calle de tiendas sin tanto nombre pomposo que también nace debajo de la Diagonal y llega al mismo destino, la tan mentada Plaça de Catalunya, el mejor punto de referencia de la ciudad y sede de múltiples actividades, incluida la acampada del grupo Los indignados del 11 M. Desde esta plaza a su vez nacen las famosas Ramblas, así, en plural, porque a pesar de ser una sola, a medida que desciende en una línea recta imperfecta va tomando diversos nombres, el primer tramo por ejemplo es la Rambla de Canaletas, el sitio de reunión de los culés después de una victoria del Barça. A partir de la Rambla dels Estudis están los mimos y las estatuas humanas y hacia el final, llegando al puerto, los mercadillos y dibujantes.

Difícil seguir caminando por las Ramblas sin tener la tentación de meterse en sus callecitas laterales, a la derecha el Raval, a la izquierda el Borne; mejor aún, a la derecha el colorido Mercado de La Boquería, frutas que solo se consiguen allí, verduras y mariscos frescos, productos de temporada catalanes y extranjeros, el olfato, la vista y el gusto se ponen a prueba en este sitio que definitivamente es un imperdible de la ciudad.

Otro de los clásicos del Raval es L’Ovella Negra en la calle Sitges. Un ambiente decadente de un bar sin música y sin ventanas en un edificio viejo de paredes con ladrillos, mesas de madera raída y olor a humedad, abarrotado por cabezas rubias y acentos que no saben pronunciar una ñ y donde es casi imposible encontrar un lugar para sentarse, que inexplicablemente se ha convertido en un must para tomar una jarra –o muchas– de cerveza o sangría con amigos. Decir que en el restaurante vecino, llamado igual que la calle, sirven un delicioso fondue de queso y en otra taberna contigua, El Drapaire, se puede ir a picar algo a buen precio antes de la fiesta.

Sin embargo los itinerarios en las tardes por el Raval consistían mayormente para mi en llegar hasta la plaza del Bonsuccés, donde está el café Buenas Migas, y pedir un té de frutos rojos y alguno de sus deliciosos postres o focaccias.

Pero esto no es una guía de bares y restaurantes, para citar mis lugares preferidos necesitaría bastante tiempo y más que una sacudida a la memoria (el restaurante japonés en la esquina de la Calle Rosselló, el encantador vietnamita de la calle Sagristans…). Esto es Barcelona, hay más restaurantes que coches y literalmente, un mundo de opciones.

Del otro lado de Las Ramblas esperan la Catedral de Santa María del Mar cuya historia sobre su construcción se convirtió en libro, otra iglesia de estilo gótico –La Catedral de Barcelona– en reconstrucción, las murallas que aún quedan de la vieja ciudad cuando se llamaba Barcino y era parte del imperio romano, placitas con terracitas cool y un mojito en algún bar del Passeig del Born.


Photo Credits: Elena Mazzanti

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