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Adriana Mora
Adriana Mora - ViceVersa Magazine

Barcelona tiene magia (Parte I)

Y no estoy hablando del equipo de fútbol, que también. Hasta ahora no conozco a nadie que haya vivido en esa ciudad y no la extrañe. Yo, de las que más, porque vamos a ver, hay que desmitificar ciertos mitos: Ni París es tan romántica, ni Venecia tan bella y Nueva York también duerme. A las 4 a.m. bares y discotecas apagan las luces en la ciudad de los rascacielos, así sea la madrugada de año nuevo. Ahora no voy a decir que Barcelona tiene todo lo que las otras ciudades no, aunque para ser justos, allí la fiesta termina a las 7 a.m. o más. Pero no es esa la razón que hace a Barcelona especial a pesar de que turistas guiris y estudiantes Erasmus digan lo contrario. Barcelona tiene algo en el ambiente que te hace sentir cómodo desde que llegas. Algunos dirán que es por el arte, pero hay más arte en Florencia. Otros, que es su arquitectura, ser la ciudad-experimento de Gaudí tiene su recompensa, pero si la arquitectura está ligada a una ciudad hoy en día, tendría que ser Chicago. La fiesta, tampoco. Es más memorable la marcha madrileña o la de la vibrante Ibiza. Para mí no hay una única razón, un brownie sabe bien no solo por el chocolate.

La ciudad tiene un espíritu joven que hace que conectes con ella de inmediato, como una persona que acabas de conocer y ya te agrada sin saber por qué. Cuando las cosas van bien uno nunca piensa, solo se deja llevar y fue en ese ‘dejarme llevar’ que me enamoré de la ciudad incluso antes de darme cuenta que uno se puede enamorar de una ciudad. Llegué a la capital catalana sin gran expectativa, fue el plan B ante mi evidente falta de dominio del francés para sobrevivir en París, la ciudad que aprendí a querer a través de libros. Descartar mi destino preferido fue lo difícil, escoger a Barcelona en su lugar fue lo fácil. Hay que admitir que para haber sido la segunda en la lista las cosas salieron bastante bien, fui por dos años y me quedé dos más.

El barrio de Gràcia fue el primero en recibirme, la suerte siempre ha estado de mi lado. Mientras encontraba mi propio piso, la casa de una amiga que yo aún no conocía pero que después se convertiría en mi roomate, fue mi hogar temporal. Desde allí aprendí a moverme por la ciudad y hacer el recorrido a la Universitat Autònoma, a 45 minutos al occidente de Barcelona.

Pude haber llegado al viejo Raval, el lugar donde la ciudad comenzó y por eso se le seguirá llamando centro así sea en realidad el sur, más sur que eso sólo el puerto y el Mediterráneo; el único barrio en el mundo que puede presumir de haber originado un nuevo verbo: ravalear, antiguo asentamiento de los chinos, hoy hogar de prostitutas, hostales, inmigrantes de todos los colores, tiendas genuinas, edificios reconvertidos en universidades y museos e historias sórdidas, el escenario preferido de cuentos y novelas que hablan de la ciudad condal, el sitio más vibrante y con carácter, en resumen, la genuina Barcelona.

Podría haber llegado a los turísticos Borne y barrio Gótico que son como uno solo, dos siameses compartiendo el mismo corazón del cual nadie sabe dónde termina el límite de uno y empieza el otro, los barrios donde se pasean euros enfundados en bolsillos de extranjeros ávidos de fiesta, compras y fotos y estudiantes venidos de toda Europa que recorren las calles estrechas en busca de chupitos gratis y de Estrellas, porque en Catalunya las estrellas no se encuentran en el cielo si no en las mesas de los bares; hay más cervezas, pero Estrella Damm es la reina de la noche, si no que se lo pregunten a los paquis.

La Barceloneta también me pudo haber recibido, el barrio con el nombre de su playa más famosa, ese que parece haber sido arrancado de otra parte y cocido al extremo de la ciudad para renovar el legendario barrio de la Rivera, remotas casas de pescadores extendiéndose hacia el oriente en versiones mejoradas de sí mismas; aroma teñido de sal y arena mojada, de gambas y pescados, una amalgama de olores provenientes de modernos restaurantes y del Mediterráneo… pero entonces para mí los inviernos hubiesen sido más fríos.

Sin embargo el destino me llevó al lugar donde nació la rumba catalana, ese barrio que no era barrio si no pueblo y que fue absorbido por Barcelona en la inevitable expansión hacia el norte, un lugar con toque bohemio que todavía tiene mucho de pueblo a pesar de estar en medio de una de las ciudades más cosmopolitas de Europa, porque si se busca Gràcia en un mapa, se verá que es el centro geográfico de Barcelona, el lugar más auténtico y con identidad propia, tanto, que si a muchos de sus habitantes se les pregunta de dónde son, dirán a secas que de Gràcia, como si Barcelona solo existiera debajo de la Diagonal, la avenida que marca el comienzo del barrio y que atraviesa la ciudad de este a oeste, la responsable de que orientarse al principio no sea fácil, una ciudad cortada en diagonal con calles que por números tienen nombres es un reto hasta para el más avezado con los mapas. El que no se haya perdido en los laberintos angostos del Borne o del Raval, que tire la primera piedra. O que la tire el que nunca haya sentido caminar de más en las esquinas cuadradas del Eixample.


Photo Credits: Lali Masriera

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