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esteban ierardo
Photo by: Christopher Michel ©

Ballenas en el ocaso

Por los arpones, los humanos despiertan a las ballenas de su sueño desde tiempos antiguos. Al principio las cazaban cerca de las costas; después se recurrió a embarcaciones pequeñas para flotar en mar abierto, y hacer mucho ruido, asustarlas y llevarlas hacia las orillas.

En pueblos costeros del Mar Cantábrico se daba la alarma cuando las ballenas que venían del Mar del Norte se acercaban. Los pescadores salían entonces en las pinazas, los botes de pino, movidos por remos, veloces, ágiles, muy útiles para la pesca, la vigilancia de puertos y costas.

Los vascos fueron legendarios cazadores de ballenas. Recorrieron intensamente el Atlántico Norte. Llegaron hasta la Península de Labrador y Terranova. En Islandia, en una ocasión, una tripulación varada fue masacrada por la población local que los detestaba. La literatura, por su lado, creó la épica de la caza de Moby Dick.

En la célebre novela de Herman Melville, Starbuck, uno de sus personajes, le da hoy nombre a una cadena global. Y el capitán Ahad conduce a sus hombres hacia la ballena blanca embriagado por su sed de venganza. Persecución que, finalmente, los lleva al naufragio luego de la embestida del gran cetáceo. Colisión inspirada en la historia del Essex, ballenero que zarpó del mítico puerto de Nantucket, Massachusetts, en 1820, y que terminó hundido luego del ataque, inédito, de una ballena.

En el libro Leviatán y la ballena, de Philip Hare, el mundo de los cetáceos es vasto y fascinante. Se nos dice, por ejemplo, que en la década del 70’, ya alcanzada la Luna, todavía no se había obtenido una fotografía de las ballenas en su ámbito submarino. Hoy muchas secuencias documentales revelan esa vida secreta, pero siguen siendo desconocidos sus periplos migratorios, sus modos de comunicación por un lenguaje de sonidos, su estructura social y hábitos de reproducción. Y la investigación científica actual afirma que las columnas de agua que los cetáceos expelen en superficie por su respiración expanden nutrientes y microorganismos, y el hierro y nitrógeno de su orina y excrementos fertilizan el plancton, del que luego se alimentan. Y al desplazarse a grandes distancias llevan nutrientes con ellas que benefician a los océanos.

En la evocación de los grandes cetáceos es indispensable atender a la brutalidad de su caza, a los miles y miles de ballenas masacradas, más allá de los límites legítimos de una caza de subsistencia. Triste paradoja es que, a pesar de su gran tamaño y fuerza, las ballenas no se defienden con presteza. Aunque, en algunos casos, como el del Essex, algunos cetáceos atacados arremetieron contra los barcos de sus agresores.

En su mundo anterior a los arpones, ellas no conocían de la violencia ni la llegada de la muerte repentina. Pese a su inteligencia nunca encontraron estrategias eficaces para evitar su captura.

A los grandes mamíferos del mar se los buscaba por su grasa, que se convertía en aceite usado en el alumbrado, una luz que no emanaba ni humo ni olor; sus barbas, por su parte, las filas de láminas en lugar de dientes, le permiten la “alimentación por filtrado” al abrir sus mandíbulas y engullir grandes contingentes de plancton; y sus barbas era uno de los pocos materiales flexibles de otros tiempos. Su carne salada se comía; sus huesos, se empleaban para materiales de construcción, para muebles y adornos.

En el siglo XX la población de ballenas disminuyó drásticamente. Pero no su caza. Japón, Rusia, Islandia, Groenlandia, Canadá, Noruega, están entre los países más prestos en aprovecharse de la gran caza continua, o solo morigerada por periodos de moratoria y veda, solo destinados a permitir la reproducción de sus víctimas, cuyo aceite hoy se usa para usos industriales: el espermaceti o esperma de ballena es para cosméticos, lápices labiales y grasos; el ámbar gris, la secreción de los cachalotes, es para fijadores de perfumes, la más preciada gema de la industria ballenera contemporánea.

Algunas historias que parecían solo legendarias, como la de Jonás y la ballena, fueron comprobadas por los relatos del mar. En 1893, en el estómago de un cachalote encontraron un marinero bastante intacto dentro de la mucosa gástrica. En el féretro de John Fitzgerald Kennedy se puso uno de los dientes de ballena que el presidente asesinado coleccionaba.

Para una tribu de los maoríes, los Whangara, de Nueva Zelanda, las ballenas son el origen y memoria de la vida. Su mítico ancestro, Paikea, atrapado por una gran tempestad se salvó montado a lomos de una ballena. Así surgió la creencia en el Jinete de ballenas. Los maoríes también, cuando algunas ballenas encallan en la costa para morir, las acompañan recostándose sobre ellas en el momento de su partida.

Y mientras seguimos hundidos en nuestro tiempo de pandemias, injusticias, racismos y enfrentamientos constantes, en algún ocaso, muchos de los más grandes animales de la tierra nadan en la superficie del océano, bajo las nubes, cerca de las aves. En tanto no aparezcan los arpones, las grandes ballenas gozan del sol, sobre el horizonte, como un dios que se ríe, y del mar como una diosa en la que se sumergen. Y entonces las aguas se les convierten en un lienzo de resonancias y sonidos que les llegan de todas partes, en una música de aletas, corrientes y lechos marinos, muy lejos de la angustia humana en las superficies.


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