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Fabian Soberon
Photo Credits: Luca Moro ©

Bakunin en la cama

Mijail Bakunin piensa en una figura antes de la noche. Sentado en la cama, en una casa modesta de Berna, mira el poniente a través de la mínima ventana que lo separa de la multitud exterior. Él, que propagó un ideal de fraternidad y anarquismo, está solo en el cuarto. En la mesa pequeña lo custodian algunos libros y unas cartas de su hermano.

No puede regresar a la solitaria Rusia. La salud precaria y los escasos bienes lo obligan a permanecer en el austero encierro.

A la tarde, entran al cuarto el fiel doctor Vogt y el músico Adolf Reichel. Mijail los mira y entiende que la hora está cerca. Pero no anuncia nada.

Vogt le cuenta los detalles nimios del parte médico. Reichel le trae recuerdos de la Siberia añorada. El diálogo es corto y esquemático. Mijail no sabe qué decir. Vogt tose y le enseña un cuaderno que guarda con algunas anotaciones de la juventud. Reichel canta una melodía rusa, una antigua música que enciende el anciano corazón eslavo.

Vogt le dice que debe ir a cuidar a su mujer y se despide. Reichel se queda un rato más hasta que la oscuridad enceguece las caras.

Cuando ya se han ido, Bakunin dibuja en el aire el rostro de su viejo contrincante: Karl Marx. El odio le perfora la piel como un veneno. Pronuncia una palabra sola, quieta, esa palabra que nadie ha escuchado y que queda suspendida en los vientos futuros de la historia.

Bakunin baja apenas el brazo y toma el revólver que está apretado por el colchón. Por enésima vez, mira la gravedad del horizonte. Sin palabras, se pega un tiro en la sien.


Photo Credits: Luca Moro ©

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