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fabian soberon
Photo by: Matthew Paul Argall ©

Bahía

Desde la bahía de San Diego se puede ver la isla de Coronado, el puente que lleva a la isla y la curva de la bahía, una parte del puerto. En el horizonte se mezclan los bordes y las líneas. No se puede distinguir dónde termina San Diego y empieza Coronado. En algunas zonas lejanas (que el ojo no puede captar) la ciudad y su isla se hacen una única superficie hecha de barcos, velas, árboles, agua, mansiones. Es como si la perspectiva difusa combinara los accidentes y la marea, la luz y el turquesa formaran parte de los dibujos caprichosos e indiferentes de la naturaleza y de lo que la creación humana ha hecho con la naturaleza.

He vuelto al embarcadero de Marina Park después de nueve años. La primera vez vine con Denise, mi hijo Bruno y mi madre en el 2012. En ese momento no sabía que iba a regresar. ¿Quién conoce los avatares del futuro?

Camino por el sendero lateral. Un hombre y una mujer empujan un carrito. El coche es el hogar de un perro pequeño y caprichoso. Más adelante cruzo un homeless que habla solo, desquiciado. El matrimonio y el sin hogar son las dos caras de un ciudad ordenada y aristocrática.

Veo la hora en el reloj. Noto que el parquímetro está a punto de vencer. Corro para llegar a tiempo y evitar la multa. Al costado diviso un hombre tirado en el pasto que mira hacia el mar. Tiene una gorra vieja que le cubre una parte de la cara. No sé si tiene bigote o barba. Sus zapatillas están rotas y su cuerpo descansa en una sábana vieja apoyada en una bolsa de plástico blanco. Una almohada hecha de ropa lo protege y le brinda una comodidad que, adivino, es ejemplar. Está recostado, sereno, sin hablar, dueño de su tiempo. Yo, en cambio, llego agitado al parquímetro y compruebo que el tiempo se ha agotado. Subo al auto y me voy, cumplo con los requisitos del capitalismo.


Photo by: Matthew Paul Argall ©

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