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Arturo Serna
Photo Credits: Dino Kužnik ©

Autorretrato 2

Cursé la carrera de filosofía en soledad, como casi todo lo que hice. Es cierto que a veces conversaba con mis compañeros pero me cansaba de los lugares comunes que repetían como alienados. Eran demasiado académicos, pegados a la letra y no querían despegarse ni sacrificar nada. Eran meros repetidores: loros intelectuales. A mí, en cambio, me interesó hacer ciertos experimentos con el lenguaje. Combinaba frases, traducía lo que podía de los filósofos ingleses y franceses contemporáneos y empecé a escribir una serie de textos cortos que después se convertirían en el antecedente de mi Contradiccionario.

No es fácil hablar de uno mismo. Como dice Richard Swanson, ese comunista arruinado, uno rápidamente se convierte en un payaso. Un filósofo suele definirse por su pensamiento y no por su escritura. Eso es lo que dice el sentido común. Sin embargo, para mí fue al revés. Desde mis primeros meses en la facultad, me interesó Platón precisamente por su escritura, por su forma de crear personajes, de situarlos en un ambiente, de generar ideas a partir de un dialogo ficcional entre Sócrates y sus efebos intelectuales. Platón fue, antes que nada, un escritor de ficciones, un inventor que no se atrevió a producir tragedias o comedias. Fue un escritor fracasado. El fracaso lo convirtió en el gran filósofo. Un filósofo es un poeta que se toma en serio las ideas o un pensador que no puede aspirar a la intensidad de la poesía. Quizás por eso mismo rápidamente me interesé en Nietzsche, Lucrecio, Parménides, esos filósofos que no despreciaban a la poesía. Aunque debo decir que ciertos poetas dan calambre. Directamente los desprecio. Me aburren esos experimentos verbales que no tienen lógica, que no siguen un plan. Desde adolescente cultivé, no sé por qué, la forma del soneto. Leía las piezas de Quevedo con una afición inusual. Y más adelante probé con la escritura. En este sentido, hice lo que Platón no hizo. Por eso y por otras razones soy un antiplatónico. Mis primeros textos surgieron como una forma de presentar mis ideas por una vía indirecta. La filosofía se presenta mejor cuando adopta las formas no canónicas. Nietzsche, Kierkegaard y Cioran son maestros en esto. Debo aclarar que mis profesores me aconsejaban que abandonase el soneto, me decían que era una forma anticuada, cursi, y que debía dedicarme a estudiar la Metafísica de Aristóteles o los libros de los Padres de la Iglesia. Una vez le compré a un librero de Av. Corrientes una edición ilustrada de la Divina comedia. Entré al aula, entusiasmado, con el grueso volumen marrón. La profesora que daba clases de Filosofía Antigua me preguntó qué hacía con ese mamotreto y rápidamente me aconsejó que lo desechara y me dedicara a estudiar los parágrafos de la mencionada Metafísica. Ese día supe, sin que le contara a nadie el chiste malo inventado por esa profesora, que mi relación con la filosofía sería antiacadémica o antiburocrática, como una salvaguarda de mi afición creativa por el pensamiento –o lo que yo creía que era creativo. Nunca dejé de estudiar a los filósofos. Pero nunca lo hice con un afán meramente académico. En todo caso, un filósofo es, para mí, un medio para la creación. Las ideas y las ficciones no se separan por el aspecto de indagación o de exploración de la realidad. Un aforismo, un poema y un tratado buscan lo mismo: crear a partir de los materiales de la realidad o de las hipótesis. Una buena teoría explora el mundo desde una sugestiva conjetura. Una ficción hace lo mismo: elabora una conjetura sobre cómo hubiera sido el mundo en ese caso, con esos personajes y en esa situación. Es decir, ficción y pensamiento son modos de la creación humana. Sentado en un banco del bar, pensé, solo, que nadie me quitaría la idea de que el pensamiento no está atado a ningún marco y, menos aún, a un marco de escritura.


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