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Photo by: Paul Sableman ©

Atrapado en un ascensor

Justo el día de hoy, primero de abril del año dos mil veinte, día en que me autoproclamé inmune al coronavirus. Día en que firmé mi propia acta de inmunidad. Día en que pacté formalmente el derecho absoluto a dirigir mi vida y de reprimir con la brutalidad necesaria cualquier acto de rebeldía viral. Justo éste grandioso día, tenía que suceder algo inesperado y poco honorable: quedé atrapado en un ascensor. Fue en un viejo edificio de la Segunda y la 51st. Lo de viejo no es un mero detalle narrativo. Los ascensores viejos no dan confianza. Estadísticamente son los que más fallan y yo estuve encerrado más de cuarenta minutos en uno de ellos.

Y todo por un torpe descuido.

En la mañana me llamó Pepe Grillo para pedirme que lo acompañara en la limpieza de algunos edificios del Midtown. Dos de sus trabajadores no llegaron. Durante el trayecto, mientras él conducía la comercial van, le hablé sobre el documental de Netflix que estoy viendo sobre los inicios del Imperio Romano. Me tienen fascinado esas enredadas tramas de traiciones, amores, muertes y supervivencia de las familias imperiales. Marco Aurelio, Julio Cesar, Cómodo y Calígula. Personajes que muchas veces estuvieron destinados a morir o al destierro, pero que por una cosa del destino (o suerte), llegaron a ser emperadores. “Las vueltas de la vida” me dice Pepe Grillo. Quizás es la fuerza de la ambición o el deseo, le digo yo. Bueno, anywhere, me gusta verla porque me ayuda a reflexionar en los altibajos de mi vida en New York.

Cuando llegamos al edificio de departamentos, Pepe Grillo se fue a revisar el basement y yo a desinfectar el panel de botones del ascensor. Luego debía subir hasta el piso sexto y desde ahí ir bajando, desinfectando piso por piso, las manillas de las puertas y barandas de las escaleras. Este es un procedimiento que estamos haciendo en varios edificios por esto del coronavirus.

Entro al ascensor (si, describo cada paso para repasar mentalmente todo el proceso y no volver a cometer el mismo error), cierro la puerta externa y presiono el botón seis. Ahora se cierra la puerta del ascensor. Comienza a subir. Siento el incómodo sonido de las máquinas, la polea de arrastre, como se desliza por las guías, los cables de acero que tiran de la pesada caja. Sonidos comunes en estos viejos ascensores. Sigo limpiando el panel de botones con un paño. Limpio cada uno de sus botones, alrededor de ellos rociándolo con desinfectante. De pronto entre el piso quinto y sexto, por un torpe descuido, paso a llevar el switch de emergencia y el ascensor se detiene de golpe. Fue un golpe brusco. Como lo hacen estos ascensores viejos, hechos con piezas toscas y duraderas, hechos para personas de otros tiempos, más rudas y pacientes. Quedo colgando e imagino el abismo, el largo trecho de túnel oscuro bajo mis pies. Mi mente a veces me traiciona. Recuerdo el capítulo de ayer, sobre la pandemia (la peste Antonia) que casi acabó con el extenso imperio Romano en el siglo primero. ¿Una extraña relación? Debe ser una advertencia del coronavirus; sin duda, un claro escarmiento. Prometo deshacer el acta si me salvo de este embrollo. Pero no puedo, no puedo ceder.

El ascensor se sacude nuevamente…

…Bueno, tal vez sí, pero sólo esta vez.

Me siento en el suelo, y pienso que me tiene en sus manos. Tomo el teléfono y llamo a Pepe Grillo y le digo lo que pasa, que llame a los técnicos. “Que cagadita”, me dijo. Y me preocupé… un poco más. Me imagino todo un día colgando en esta caja. Pienso en los departamentos que aún quedan por visitar y yo aquí colgando inútilmente. Trato de leer algo de Italo Calvino en mi teléfono. Algo que me despeje, como Ciudades Invisibles. Pero no puedo. Leo unas cuantas líneas y pienso en lo que sucederá si la polea de bloqueo del ascensor no funciona. Se me viene a mi imaginativa mente (que ahora no me ayuda mucho) la imagen de un cuerpo destrozado. Me tendrían que velar en un ataúd sellado.

—Cómo estay?— es Pepe Grillo que subió hasta el piso sexto y desde ahí me habla entre el muro. Me imagino la ridícula escena de él arrodillado hablándole a un muro.

—No te preocupes. Estoy acostumbrado a estas cosas—, le respondo con ironía.

— Envié algo a tu WhatsApp. El técnico ya viene en camino. Por mientras voy a tratar de reiniciar el ascensor. ¿Ok?

Lo dijo y bajó. Abro el WhatsApp. Es un video de bellas mujeres rubias, morenas, asiáticas, latinas, bailando provocativamente y en ropa interior el “Pump up the jam” de Technotronic. No puedo aguantar la risa (y lo hago ahora de nuevo mientras escribo), la verdad es que me causó mucha gracia escuchar ese tema tan vintage en medio de este encierro. Este huevón siempre me sorprende con sus mensajes de WhatsApp. Como que me da una energía vital y me vuelvo a parar. Llevo veinte minutos encerrado en esta caja. Tomo el paño el desinfectante y comienzo a limpiar de nuevo el panel de control. Lo miro con detalle. No es suficiente. Entonces miro a mi alrededor y comienzo a desinfectar la puerta del ascensor. Nuevamente miro el lugar que cada vez me parece más pequeño. No es suficiente. Entonces comienzo a rociar los muros y a limpiarlos parte por parte con el trapo. Me tomo mi tiempo en la limpieza. Estoy sudando… frío. Miro a mi alrededor y no es fue suficiente. Entonces miro el piso y comienzo a rociarlo con el líquido. Arrodillado. Limpiar. Sudar. Cuando pienso en como hacer para limpiar el techo me doy cuenta de lo absurdo de todo esto. Me siento en el suelo. En una esquina de la caja. El ascensor se estremece. Tal vez está comenzado a ceder. Pero no, lo que sucede es que cada persona que presiona el botón para llamarlo, produce ese estirón. Como que quiere moverse, pero algo lo detiene. Como que quiere y no quiere. De pronto las luces se apagan. Quedo a oscuras. Pero luego se encienden. Debe ser Pepe Grillo que juega allá abajo en el computador central del ascensor tratando de reiniciarlo. Suena mi teléfono. Es un amigo poeta de Chile. Agustín. Le digo lo que sucede y comenzamos a hablar. Es en este instante que el ascensor da un nuevo tirón, me afirmo con las manos, asustado, las luces que marca los pisos se encienden. Entonces el ascensor hace su trabajo y asciende. Son las 11:48.

Solo entonces me sentí tan liviano como una pluma. La puerta se abrió y fue como salir de alcatraz después de muchos años de encierro. Solo quise salir del edificio. Salir a la calle. Bajé por las escaleras que estaban cubiertas con plástico (imagino que por el asunto del virus) y al llegar a la calle me detuve en medio de la 51St., total ya ni andan vehículos en la ciudad. Tampoco personas. Calles irreales. Se escuchan algunos pájaros. Me dio risa pensar que este ascensor debe ser el más limpio y desinfectado de toda la ciudad. Me saco la mascarilla para reír tranquilo. Luego pensé en mi acta de inmunidad y me alegró saber que había pasado la primera prueba. Dejé el maldito ascensor inmune de tanto desinfectante y mi acta quedó inmune ante sus amenazas. “¡Ja! Maldito virus, ¡te gané!” Entonces fue que, en medio de la calle, de una calle completamente vacía, descubrí ese hermoso edificio: el General Electric Building. Sentí algo en el pecho. Miré a todos lados y comprendí que debo construir recuerdos con la ciudad. Entonces ese edificio lo adopté como parte de esos recuerdos, como en algún momento adopté al Chrysler (por otras razones diferentes). Porque los recuerdos y las sensaciones que me entregan las calles, edificios, el aire son importantes; y es algo muy simple de explicar: cuando un espíritu humano asimila las formas y estructuras de una ciudad y las hace suyas, es cuando mejor puede adaptarse a los cambios y enfrentar los traumas que se le presentan, como esta pandemia de coronavirus.


Photo by: Paul Sableman ©

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