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Sofia Gomez

Ataduras

Solo me dijo: un día te voy a atar. Y lo hizo. Me envolvió con sus palabras y más tarde con sus lazos. Fui inocente hasta el tiempo de antes de las cuerdas.

Me hablaba de tantas cosas, lo que hacía, lo que pensaba. Yo escuchaba con la admiración de quien vive una vida tranquila y aún muy joven. Recuerdo mucho una plática donde me explicaba sobre los vínculos que existen en el mundo y el universo. Todo está enlazado, tejido, decía.

Una vez me invitó a pasar una temporada en su compañía. Acepté. A mis padres les inventé un viaje escolar y me fui.

Me llevó a una casa extraña. Repleta de lazos que cubrían las paredes de madera: sogas de diversos tamaños, contexturas y colores; paños de seda con imágenes hermosas; cintos pequeños y grandes, bordados con hilo fino.

Esa noche, tras terminar de tomar té, me besó y yo respondí nerviosa pero emocionada. Me dijo que nuestros cuerpos eran una constelación de placer, puntos por doquier aguardaban ser explorados cual planetas ignotos. Nos acariciamos largamente.

La tercera noche, me ató. Apareció en la habitación con una cuerda de seda.

Me hizo levantarme y se puso frente a mí. Sus manos eran ágiles. No necesitaba de la fuerza. Nuestros cuerpos estaban desnudos. Yo admiraba el suyo mientras me rozaba accidental o intencionalmente e iba aquí y allá con la cuerda.

Lo hizo despacio. Tan despacio que yo sentía que la noche era tan larga como esa soga de no sé cuántos metros. Mientras me llenaba de esa cuerda, mi sensación era una mezcla de miedo, impotencia y placer.

Un par de nudos cruzando mis dedos, mi mano derecha sobre mi pecho izquierdo. Mi torso atravesado por lazos y, en donde está mi corazón, tejió un conjunto de nudos que parecían dibujar su contorno. Mi pezón izquierdo era atravesado por uno de los lazos. Mi otro seno quedaba al descubierto sitiado por la soga. Mi mano izquierda detrás de mi espalda, también atada. Desde mi cuello hasta mis pies delgados, no dejó lugar sin ser cruzado o rodeado.

Me contaba historias de amantes trágicos mientras lo hacía. Eso incrementaba mi miedo. Luego apretaba un poco una parte de la soga y un recorrido eléctrico me cruzaba el cuerpo. Entonces me besaba toda, como recogiendo con sus labios mi energía y yo ya no sentía más que su cuerpo caliente como el mío. Me ayudó a recostarme sobre el piso, cubierto de una alfombra tersa.

Sabía cómo mover sutilmente la cuerda entre mis piernas. Mis jadeos hacían que sonriera y disfrutáramos. Un jalón apenas perceptible y exploté. No sé cuánto duró pero yo sentí que me fugaba de este planeta.

Unos minutos después ya estaba desatada y mirando el techo. Se recostó a mi lado y me dijo: eres una constelación hermosa. También me contó que a ello se le llamaba shibari, una antigua técnica sobre el arte de la atadura que se remonta hasta los inicios del periodo Jōmon, la cual se especializó en producir placer.

Después de esa noche, sólo deseé aprender a atar su figura clara y su melena oscura, ese cuerpo de kunoichi, que más tarde supe, era de la mismísima Rita G.


Photo Credits: Alejandro Slocker

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