Los que cantáis todos los destierros en
el mundo, ¿no cantaréis para mí un
canto nocturno que tenga la medida de
mi dolor?” (Saint-John Perse)
CARACAS: Todavía no han empezado las clases. Le achaco a eso la soledad abrumadora de las calles en la mañana temprano, la desolación de las urbanizaciones al anochecer. Tal vez, en unos cuantos días, con la vuelta al colegio algo cambie. Son las 6 de la tarde, es un día de semana. Me asomo a la ventana y miro, incrédula, el vacío de la avenida, solitaria y desierta. De vez en cuando, pero muy de vez en cuando, sube rápido un carro, ruge de prisa una moto. Nunca pensé que el ruido de una moto pudiera parecerme tan estremecedor. Pero ya se sabe, en Caracas las motos suenan a robo y huelen a atraco…
Un silencio abúlico vuelve a rodearme junto a la oscuridad de la tarde. El día se acabó.
Siento, sin embargo, que algo más se nos está acabando lentamente e irremediablemente: las ganas de vivir. No encuentro las mías. Todo es indiferencia y cansancio, estrés y hueca rutina. Odio la palabra cansancio. Me sube a los labios a cada rato, en una ola nauseabunda y repugnante; me llena la garganta, me raspa la lengua, me ahoga. Odio su sonido y su sabor mortecino. Cansancio, cansada. Yo estoy cansada. Tú estás cansado. Ella está cansada. Todos estamos cansados. ¡Qué feo se declina este estribillo aburrido y fatal, tan repetitivo como inútil!
Nos robaron mucho más que el País. A nosotros nos robaron la vida.
El celular vibra y tintinea un montón de veces encima de la mesa. Seguro me están mandando unas fotos por el whatsapp. Ahora, cuando alguien tiene la suerte de viajar y pisar tierras extranjeras, la moda es mandar fotos, cantidades de fotos de abastos surtidos, mercaditos de frutas y verduras impecables y estantes repletos de toda esa mercancía que aquí es sólo un recuerdo lejano y borroso. Ha surgido, pues, hace un tiempo ya, patentada por los venezolanos, una nueva modalidad de turismo: el turismo de los supermercados.
Ya no nos conmovemos frente a las bellezas naturales o a los prodigios del arte y la arquitectura, ni queremos compartir con amigos y familiares imágenes de monumentos históricos o hermosas geografías lejanas. Ahora, la moda es retratarnos en el paraíso de la abundancia, entre paisajes insólitos de tambaleantes torres de papel toilette y esculturas de champú, entre dunas de café y pirámides de productos de limpieza e, increíble pero cierto, en medio de ríos caudalosos de leche y yogurt de todos los gustos y marcas.
En cada nueva meta del viaje, conscientes de nuestra envidiable suerte, visitamos antes que nada los abastos, como peregrinos devotos pagando una promesa a su santo; registramos, frenéticos, estantes y escaparates como niños en tienda de juguetes, confundidos y apabullados, sin saber qué escoger, gritando de sorpresa, queriéndolo todo, tocando y palpando, incrédulos, lo que está increíblemente a nuestro alcance… y que al final de las vacaciones se volverá recuerdo y nostalgia.
La normalidad, a nosotros los venezolanos, hace tiempo que se nos ha vuelto extraordinaria excepción y, entonces, pues sí, ¡hay que retratarla para la posteridad!
Es sábado. Estoy en la peluquería y a mi alrededor se levanta ese cuchicheo inconfundible, producto de muchas voces femeninas hablando al mismo tiempo. Nos conocemos casi todas, somos vecinas de la urbanización y ésta es una cita agradable del fin de semana, un rato para el relax y también para esa suerte de terapia en que se torna el recibir mimos e intercambiar confidencias. Pero aquí ya no se habla de amores, ni de peinados, ni de política y ni siquiera se echan los cuentos de los últimos, aterradores, episodios de esa inseguridad infernal que nos quita el sueño y nos tuerce las entrañas…
No. El tema, inagotable y perpetuo es, ahora, la escasez.
No me quiero sumar al coro de los lamentos; quisiera al menos hoy, sábado, hablar de algo diferente, pero resulta imposible huir de la conversación, de esta realidad que nos abofetea duramente la cara. Mireya, la química y Cristina, la manicurista nos ponen al día con ademanes profesionales. Entre un «tinte” y unas “manos”, ellas visitan los supermercados alrededor de la cuadra; están enteradas de los productos que llegan y cuando llegan compran para ellas y para las clientas; han desarrollado con precisión y puntualidad más suiza que caribeña, una formidable red solidaria de información y distribución y ningún detalle se les escapa. Con exactitud matemática saben dónde y cuándo conseguir las cosas; manejan precios, cantidades por persona, días correspondientes a los números de cédula para la compra de los “regulados” y con una paciencia inagotable van y vienen una y mil veces, indetenibles como una máquina de guerra, tomando órdenes y repartiendo a la vez productos y sonrisas, generosidad infinita y esperanza, como sólo saben hacer las mujeres venezolanas.
Hace tiempo, tal vez sabiamente, ellas han dejado de hacerse preguntas, de quejarse por las colas o mostrar rabia y angustia. No hay tiempo ni energías para eso. Ellas, han optado por resolver.
Mientras se pueda, claro.
La señora está sentada a mi lado en la peluquería. Tiene una sonrisa simpática. Se burla con sutil ironía de sus canas rebeldes. La consuelo, pues así andamos todas y logramos reírnos. Me dice que el estrés es el responsable de la multiplicación de sus canas. La consuelo de nuevo, pues así andamos todos también. El estrés es nuestro uniforme.
Me cuenta que su compañía estuvo a punto de cerrar e irse del País (como muchas…). Ha logrado conservar el trabajo aceptando hacerlo desde casa, pues la compañía ha tenido que renunciar a su sede porque ya no podía sufragar tantos gastos, estrangulada por la desgracia de la hiperinflación que nos sofoca. Trabaja, ahora, desde la casa, amarrada a la computadora, esclava de una disciplina que no logra imponerse; víctima de una infinidad de interrupciones, pues todos a su alrededor, desde el esposo hasta la señora de servicio, consideran que al estar en casa “no está haciendo nada”. La entiendo. ¡Qué duros son ciertos prejuicios!
Me cuenta que está cansada y desmotivada (ella también); que no quiere seguir cumpliendo sólo obligaciones (ella también); que la vida se le ha vuelto (¿a quién no?) una lista larga de deberes y no hay espacio para gratificaciones ni placeres en esta ciudad hostil y demencial donde hasta un paseo al aire libre es un lujo prohibido. El médico le sugirió, entonces, hacer manualidades para combatir el estrés y ocupar la mente y ella quiso tejer una bufanda para el hijo que estudia en Alemania.
Pero éste es el país del “no hay”. Así que fue todo un rollo encontrar, primero, las agujas y después de mucho buscar y dar vueltas por las mercerías caraqueñas, halló estambre de un solo color, que no le gustaba mucho además. Empezó a tejer, de todas formas, ilusionada y contenta. Una amiga iba a llevarle la bufanda en Navidad al muchacho. Pero por esas cosas de la vida, la amiga tuvo que adelantar el viaje y a ella le tocó tejer como loca, día y noche, para terminar la bufanda a tiempo, entre angustias, trasnochos terribles e insoportables dolores de cuello. La terapia se convirtió, finalmente, en una fuente más de agitación y de estrés. Volví a consolarla y nos reímos mucho, a pesar de todo, de esta locura increíble que estamos viviendo.
Así andamos todos. Con un estrés devastador que nos consume y cada uno con las ansias atrapadas en el tejido enrollado de su propia bufanda…
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