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Arturo Serna
Photo Credits: Daian Gan from Pexels ©

Arte y Autobiografía

Imagino a Rembrandt frente al espejo. Su mirada cruza el espacio entre la tela y sus manos. Su mirada elimina el espacio entre la tela y sus manos.

Devorado por la oscuridad, necesita el olvido. El marco blanco está colgado en el caballete. Respira profundo y lanza las pinceladas iniciales.

Detrás están los años felices de la juventud. Pero ahora se desvanecen los años inolvidables con la mujer de su vida. Rembrandt es un gran maestro pero viejo, abandonado. La melancolía lo asalta incontables veces como los colores asaltan la futura pintura.

Creo que Rembrandt se pinta a sí mismo para encontrar el hombre que no es en su vida miserable. Rembrandt pinta su cara para descubrir un misterio.

El otro Rembrandt, el viejo Rembrandt hecho de pinceladas y colores, es más feliz que el pobre inventor de las luces y las sombras.

Después de horas de pegar el pincel en la tela, descubre que ha trasladado a la tela el misterio que lo acompaña desde la infancia. Él, el Rembrandt de carne y hueso, ha pintado el diáfano y persistente Rembrandt de una y de todas las mañanas.

Detrás de los siglos, finalmente, advertimos que no recordamos la solitaria existencia del viejo sino la serie caótica de autorretratos que nos entregan no la vida del pintor sino ese enigma que persevera en las imágenes.

He narrado esta escena para pensar la autobiografía en el arte. Y creo que la forma más convencional de pensar la autobiografía consiste en enumerar en un espacio imaginario plano el cúmulo incierto y polifacético de los autorretratos de un pintor. Pero creo que es mejor pensar a la autobiografía como un problema filosófico y artístico y no como una respuesta visual simple y rápida. Y pensé en Rembrandt porque es un caso paradigmático. En Rembrandt, la asociación del autorretrato con la autobiografía muestra que esa asociación es apresurada y simplista. El crítico que ve en los autorretratos del holandés una autobiografía incurre en una vana coquetería plástica.

Federico Fellini dijo alguna vez que quería filmar el Discurso del método de Descartes. El cineasta no alcanzó a cumplir ese sueño. Pero nosotros no podemos dejar de preguntarnos: ¿cómo lo filmaría? Creo que una de las posibles películas sobre el libro sería filmarlo como una biografía científica del filósofo. Es decir, narrar a través de las cruciales indicaciones sobre el método, la pasión y la obsesión por las reglas, narrar el lugar privilegiado y definitorio que tenían esas reglas en la vida de Descartes. En suma, narrar una biografía de Descartes. El sueño incumplido de Fellini muestra que la narración de una vida es menos una certeza que una utopía.

Hacia 1960, Borges escribió ese milagroso texto llamado Borges y yo. Como antes lo había hecho su admirado David Hume, Borges cuestionó la simplicidad de la identidad personal. Hume había escrito que el yo es un haz de percepciones. El yo no es una esencia compacta sino el prólogo a una discusión interminable. Y Borges describió en el relato, acaso de modo insuperable, los avatares de su identidad personal en relación con sus libros y con su vida. Borges nos dice, entonces, que el yo no es asequible como una manta entre las sábanas sino que desaparece o puede desaparecer como el agua en la mano.

Lo que quiero decir es que contar una vida en una novela o pintar una autobiografía, acarrea problemas metafísicos. En primer lugar, debemos recordar que hay algo que se llama “yo” y que ese algo es menos una esencia que una paradoja. Y, en segundo lugar, debemos preguntar si acaso ese “yo” puede albergar los diversos senderos de la vida, si acaso la identidad personal puede ser expresada a través de una novela o de una pintura.

Este es el problema que nos ocupa: la relación entre el yo y la expresión de la vida, entre el arte y la biografía.

¿Puede un artista pintar cándidamente su vida?

Una respuesta posible es decir que sí, o sea, decir que un pintor puede contar en una pintura los esbozos o la secuencia de su vida. Pero debemos agregar a esta respuesta temprana que un pintor no está obligado a pintar su cara, su cuerpo o su alma (si acaso podemos saber qué es el alma) para pintar esas escenas. No es un logro menor pintar las instantáneas sin incurrir necesariamente en el autorretrato. Un artista puede lanzar en la tela una serie confusa y desordenada de materia y esbozar escenas irreales para contar su vida. Es decir que un artista habla, inevitablemente, de sí mismo cuando habla de las aficiones, los miedos y los amores de su generación o de su tiempo.


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