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Arturo Serna
Photo Credits: torbakhopper ©

El arte, el símbolo y la belleza

El arte puede ser una fábula inteligente. Puede agradar con el uso de símbolos. William Morris, Dante Gabriel Rosetti y Johnattan Swift trabajaron con la idea de que los símbolos producen un sentido alto. En el capítulo séptimo del primer viaje, Swift escribió que Gulliver es condenado por atentar horrendamente contra la reina de Liliput. Como castigo, se le disminuyó la ración de comida. Así el gigante Gulliver se debilitaría y moriría. «El hedor de su cadáver no sería tan peligroso cuando hubiera quedado su cuerpo reducido a la mitad». Se arrancaría la carne de los huesos para enterrarla en diversos lugares. El esqueleto sería el monumento histórico para la humanidad.

Es conocida la contribución de Swift. El hombre, que se cree invencible, puede ser una cosa desprotegida frente a la adversidad o un animal olvidado entre los animales. Ese parece ser el símbolo que nos legó Swift.

Rembrandt pintó iluminado por la misma idea. En su óleo Filósofo meditando, el amarillo está en el centro de la composición e indica una inmovilidad apabullante. La ventana frágil enseña la luz pero no la razón. El filósofo de la escena pictórica piensa, como Descartes, que el pensamiento lo define. Pero sabe, como después supo Albert Camus, que no lo redime. Su pose tranquila guarda una sombra, la agonía imperceptible, el amor escondido, la premonición de la muerte. Lo envuelve una escalera de madera. No le importa. Tampoco desea que lo miren. Prefiere la soledad del silencio. Las diversas imágenes posibles del filósofo convergen en una sola, la que tenemos enfrente.

El símbolo, más precisamente la alegoría, supone un argumento bizantino: las múltiples posibilidades de lectura deben agotarse en una: la lectura paradigmática. Este argumento es sostenido por los defensores de la alegoría en el arte. Con los filósofos de la Nueva Academia de Florencia, y como otros pintores, Tiziano creyó ilustrar la dualidad neoplátonica.

Pero hay otras formas del arte que prescinden de la alegoría y que entienden que no es necesario clausurar el sentido en células fijas o en casilleros estancos. Es el caso de la pintura abstracta. Pensemos en las telas de Rothko o en los lienzos de Malevich. ¿Es posible ver en esos rectángulos desangelados un sentido cerrado o un hálito clausurado?

La ilusión de la alegoría es insostenible en la música. Schoenberg comenta a Blume y lo cita: el propio Bach no creía en la posibilidad de que se ejecutara el arte de la fuga. Bach no anotó el o los instrumentos con los que debía interpretarse su obra. Tal vez pretendió que no se ejecutara nunca y con esto adhería a la noción de la transmisión puramente desinteresada de una teoría abstracta.

Es decir, tenemos dos formas de encarar la relación del arte con el símbolo: la búsqueda confesa del símbolo o la negación del mismo. Sostengo que la segunda opción es más beneficiosa para el hombre y también para el arte. Atarse a una celda es ya un oprobio en la vida misma. ¿Para qué mancillar el terreno de la creación?

El arte perfecto es aquel que es pura posibilidad y que no busca capturar en un símbolo el arco múltiple y diverso del sentido. La ausencia de la obra acabada nos advierte que la belleza es huidiza, y, sobre todo, que hay más belleza cuando la belleza no está.


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