Cuando escribo llevo al papel mi pensamiento. Los pensamientos fluyen como el preclaro y afanoso rio de Heráclito. Es el único momento en el que me visita, como a todos, la posibilidad del fluir constante, imparable, arrasador. La escritura implica el arte de la transcripción. Hay un indeseado falseamiento al llevar al papel las ideas: busco fijar algo que en sí mismo es movimiento continuo. La primera fase del traslado va desde la cabeza al papel. La segunda etapa está contenida en el traspaso del papel a la Tablet. En ambas transposiciones, corrijo, alargo, acorto, reviso el texto: lo convierto en otro. La preparación del viaje implica estudio, investigación, visionado de películas, música: instancias de disparo. El arte y la filosofía son disparos mínimos que encienden la débil mecha del pensamiento. Luego esa llama incipiente se acelera, se agranda, y el fuego crece como en un campo minado.
Aunque el proceso es repetido cientos de veces, el procedimiento empieza como un juego, un fuego traidor. La lectura de filósofos, escritores, poetas es un juego anticipatorio, una preparación para el recorrido. El pensamiento se contagia y se enceguece. Imparable, llega a cualquier lugar. Como un tren sin freno, avanza por la estepa y la soledad, la tristeza y la urbe. El arte de la transcripción es, a la vez, una forma de negar el movimiento y la única forma posible de retenerlo.
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