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Ainoa Inigo
Photo Credits: Giulio Gigante ©

Arden Street

Regresé al número 32 de Arden Street para derrocar fantasmas. Llegué entre bachatas y una indeleble lluvia de febrero. Allí seguía, incólume, el viejo edificio de ladrillo que por siete años me vio pasar. Reconocí sus largos e indecisos ventanales, adiviné una escalera de incendios asomando a un patio interior y en su centro un único árbol, viejo y desafiante, como ciego alegato frente al exilio y el desarraigo.

Una vez escuchamos el ruido de una balacera en el medio de la noche y yo me eché a temblar. Después no se oyó nada más: ni una voz, ni un grito, ni el sonido de una sirena de policía. Un ajuste de cuentas, dijiste, o tal vez alguien haciendo ruido para meter miedo.

Las redadas eran constantes en mi calle. En la esquina, un grupo de muchachos controlaban el territorio. Yo era la argentina. Conmigo no se metía nadie. Regresaba cada tarde o noche del trabajo y de la universidad, con la mochila cargada de libros, de tareas y exámenes que corregir, de proyectos a medio acabar, y los chicos siempre me saludaban respetuosamente.

Una noche José, el dueño de la bodega de la esquina, me mostró su pistola escondida debajo del mostrador y señalando a un grupo de adolescentes que bravuconeaban afuera dijo: Que se atrevan a entrar aquí buscando pelea, que se atrevan.

Sonia se quedó embarazada de un francés, trabajaba en el aeropuerto y tardaba casi dos horas enteras en llegar desde la parada de Dyckman hasta el JFK. Vivía con sus hermanas y siempre estaba pendiente de mí- Si se te acaba el visado de estudiante te podemos casar con mi tío- Me decía entre risas- No te fíes de los hombres dominicanos ni de ningún hombre en general, son unos mujeriegos- y me abrazaba fugazmente en el portal de la casa o en las escaleras.

Y si por casualidad se enteraban de que estaba enferma, se corría la voz en el cuarto piso y acudían en bandada las vecinas a ofrecerme sopa o sancocho o cualquier cosa que hubieran preparado. La puerta de la doñita Carmen siempre estaba abierta para hacer corrientes, le gustaba cantar mientras limpiaba o cocinaba. A veces improvisaba consejos, sentada en su sala, y me hablaba de amores lejanos. El té con orégano lo cura todo, decía con ojos picarones, no vale la pena sufrir.

A Miguel, el mexicano que preparaba desayunos en un carrito frente a la parada del tren, lo abandonó su novia justo al enterarse de que estaba embarazada. Huyó de la casa que compartían, sin previo aviso y llevándose todas sus cosas mientras él trabajaba. Ignoraba por qué se había ido y dónde estaba.

Hoy regresé a Arden Street. El alto Manhattan sabe a pastelito de queso con jugo de chinola, a pollo guisado, a mangú y a cerveza presidente, a tostones, a yuca con huevo y salami, a morir soñando. En las bakeries los hombres discuten de política, de inmigración, de mujeres. En el verano, los vejetes juegan al dominó en mesas y sillas plegables. No es raro encontrar la puerta de un carro abierta, con la música prendida, y a alguien improvisando unos pasos de salsa, o a un predicador, encaramado a una caja de frutas, arengando a los despistados transeúntes y pidiendo por la salvación eterna. Nadie parece estar solo en Arden Street y sin embargo, vuelvo a recordar, hay ciertos atardeceres de otoño en los que bandadas de pájaros abandonan el barrio en busca de otros cielos, de otras latitudes, y mientras nos sobrevuelan, uno no puede evitar sentirse, irremediablemente, bajo la intemperie.


Photo Credits: Giulio Gigante ©

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