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Gianfranco Selgas
viceversa mag

Apuntes sobre una visita breve (Parte I)

“Al llegar a una ciudad que no se conoce, uno observa cosas sueltas y elabora un cuadro preliminar, jerarquizando a primera vista ciertos detalles”. Se me ocurre que estas palabras —de Sergio Chejfec, en su ensayo Ficciones de un visitante— funcionan como un puente imaginario que configura imágenes ordenándolas en función de lo que registra la visión la primera vez que se encuentra con un paisaje novedoso. Es un arreglo que muchas veces me resulta ajeno al obedecer, sin más y a placer —es que esta parece ser su operación natural—, a los designios de la medianía.

Pongo pie en la estación central cuando arribo a la ciudad de G desde la ciudad de U en S, y me siento recubierto por la abundancia de mi fragilidad. Observo las estribaciones de los pasajeros que se desplazan de un punto a otro en la estación, el vislumbre fraccionado de algunos edificios que se adivinan a través de las ventanas, y las relaciones que se establecen, con cierto desfase, entre estos organismos y los sonidos que despiden, unos humanos y los otros maquinales, que auguran, además, la ruptura asociativa que compongo cada vez que estoy en un lugar que desconozco por completo. Lo que se produce es como una ecología urbana. Y visto así me gusta imaginar que en estos juegos visuales construyo la arquitectura transcendental de determinados espacios que ocupo, conformados por un entramado de estamentos materiales, simbólicos e imaginarios. Es todo este actuar, sin embargo, un performance que solicita escasos segundos, que es frugal y repentino, y que una vez puesto en marcha se desbarata con decepcionante facilidad.

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El territorio apaisado de la ciudad de U, de donde vengo, contrasta con las formas elevadas de la ciudad de G. Lamento no tener la oportunidad de visitar las diferentes configuraciones de barrios que alojan comercios y establecimientos de todo tipo o los muchos jardines que proliferan en esta ciudad costera, famosa por su puerto y la propagación de lenguas diversas, producto de los flujos transnacionales y cosmopolita que han hecho de G una ciudad eminentemente cultural y abierta a lo extranjero. Mi visita, de apenas cuatro días, se ve reducida a las inmediaciones de la universidad de G, donde se lleva a cabo la conferencia en la que participo este verano, y hacia la cual me desplazo por las mañanas tomando el tranvía, de la línea dos. Estos bólidos, me gusta creer, son el correlato metafórico de esta ciudad marítima: coloreados en azul y blanco, se mueven como naves surcando océanos callejeros, atracando, cuando los tripulantes lo solicitan, en paradas que sirven como punto de encuentro para trazar el mapa vial de G. Me atrae, además, el uso del tranvía como oposición natural al autobús o al metro, medios de transporte que encuentro ya manidos al estar asociados de manera irresoluble a mi cotidianidad. A través de las amplias ventanas de estos barcos que surcan asfalto pude capturar ciertos detalles de la ciudad de G: los desplazamientos invisibles de la tarde nórdica que no parece encontrar el punto de quiebre entre el día y la noche —algo que, en cambio, descubre con facilidad el firmamento del trópico—; o la inflación paulatina de aceras y cruces peatonales, tanto a primera hora de la mañana como al final de la jornada laboral, cuando los lugareños abandonan sus puestos de trabajo y viajan hacia sus hogares. Siempre he querido saber qué se esconde bajo la máscara de este acontecimiento en cada lugar que visito y no siento como propio. Es decir, me gustaría comprender si la experiencia, una vez consumido el día, cuando la persona se dispone a emprender el retorno, tiene tintes de pesadumbre o de alivio. Me gustaría saber si, puesto en esas palabras tan parcas, resulta en la experiencia de un sentimiento general compartido o si, en cambio, es una cuestión que se reduce a diferentes cofradías, cada una albergando usanzas disímiles, sentimientos individuales y no colectivos.

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El amanecer en G se marca a las cuatro de la mañana. Y esta salida de sol recubre la ciudad con su iniciación temprana, una mancha que se extiende hasta pasadas las diez de una noche abortada. El día como temporalidad perpetua.


Photo Credits: SR. DURDEN

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