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daniel campos
Photo Credits: Helen Harrop ©

Aprendiendo a bailar en Merecumbé

Bailar es una de las formas más alegres y espontáneas de conectar con gente. Era mi primera noche de clases de baile popular en Merecumbé, una academia que ha revitalizado el interés por bailar bolero, chachachá, swing criollo, salsa, merengue y otros géneros en Costa Rica. Yo recién regresaba a vivir en San José y quería no sólo aprender a bailar mejor, para soltarme en las pistas de Tiquicia, sino también conocer gente.

Llegamos todos expectantes. Algunos un poco tímidos, otros conversones, otros observadores. En las afueras del salón de clase, había muchachitas, muchachos, madres con sus hijas, parejas de jóvenes, otras parejas mayores, un grupo de amigas y algunos hombres solos como yo. Ticos, ticas y un grupo de gringas. Una pareja sui generis: una señora tica, morena, con su largo cabello negro recogido en una colita y un señor judío, rubio de ojos azules, vistiendo su kipá, ambos promediando los cincuenta y pico. Algunas personas venían del trabajo, otras de casa, otras de la universidad. Unas llevaban trajes formales, otras se vestían de jeans y camiseta, algunas iban vestidas para aeróbicos, otras para el gimnasio. Mujeres maquilladas o naturales, hombres barbudos o rasurados.

Entramos al salón con sus paredes cubiertas de espejos. Queríamos bailar pero empezamos calentando y estirando el cuerpo. Algunos cuerpos eran flexibles, otros muy rígidos. Algunos bailarines ya estaban acostumbrados a sentir y mover su cuerpo, otros habían vivido muchos años de vida dualista, su mente separada de su cuerpo, como el Cogito de las Meditaciones de Descartes. Todos queríamos disfrutar de nuestro cuerpo aprendiendo a seguir los ritmos, poquito a poco.

Finalmente empezamos a movernos, paso a paso, de un lado al otro, luego dos pasos a la derecha y dos a la izquierda, luego cuatro y cuatro, y de repente ya todos nuestros cuerpos se movían al ritmo del conteo. Así nos fuimos, nos fuimos, nos fuimos, nos soltamos.

Llegó la salsa. Cris, la instructora alegre con cuerpo esculpido de bailarina, nos explicó: “La salsa no es un ritmo, sino un movimiento musical nacido en los barrios latinos de Nueva York, a partir de ritmos como el son cubano y otros”. Aprendimos el primer paso, básico: izquierda al frente, derecha en su sitio, izquierda de vuelta al centro, pausa; derecha atrás, izquierda en su sitio, derecha al centro, pausa. Luego aprendemos la secuencia lateral y la diagonal. Unos más rígidos, otros más sueltos, nos movíamos todos como podíamos. Cuando nos enredábamos, nos daba risa.

Y al fin, a bailar en pareja. Doña Rosa tenía unos cincuenta y cinco años, cabello lacio negro, piel morena, llevaba anteojos y ropa deportiva para el gimnasio. Mientras bailábamos una pieza de Oscar D’León me contó, como disculpándose, que nunca en su vida había bailado y nunca pensó que lo haría: “¡Menos a estas alturas!”. Yo me pregunté por qué pero no me dio tiempo de indagar. Se acabó la pieza y me dijo que le gustó bailar conmigo. Eso fue un halago porque, mujer de carácter firme e independiente, acostumbrada a decidir su ritmo y dar sus pasos, al principio se resistía a que yo la llevara. Me demoré tres cuartos de pieza conseguir que confiara en mí y se dejara llevar. Después bailé con Micaela: «No hablo español», me dijo. No importaba, se movía al ritmo. Y conversando en inglés supe que no era gringa sino canadiense, estudiante de intercambio en la universidad.

Y se acabó la clase. Me despedí de Rosa, Micaela y Cris personalmente, luego di un adiós general y me fui caminando, con un brinquito.


Photo Credits: Helen Harrop ©

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