La cultura nace libre. Se desarrolla en la conversación, se le anima con la plática, con la discusión de ideas. Ahí vive el conocimiento, esa es la academia. La universidad adopta el adjetivo para ensalzarse, pero no es académica. Luego esa cultura —a través de quienes la cultivan— intenta preservarse, busca ir allende de su tiempo y de sí misma. Así surgen las tertulias recurrentes, las generaciones, los libros, las publicaciones periódicas, las revistas.
La cultura es una puerta que se abre a todo el que toca, pero como cualquier oportunidad, muchos deciden no tomarla. Y no está mal, la pluralidad enriquece a una sociedad; sus miembros recorren caminos diversos y muestran que en los lugares más extraños se pueden encontrar tesoros. Empero, que no haya una larga fila detrás de la puerta no significa que hay que sellarla.
El hombre, desde tiempos inmemoriales, está sentado en rededor de una fogata bailando y contando historias, y así sigue, aunque el baile, la fogata y las historias no sean las mismas. La cultura sobrevive porque, en un mundo dominado por la entropía, lo único que puede salvarnos del vacío es la creación, aquello en que materializamos nuestros sueños, nuestras preocupaciones, nuestros seres; ahí donde dejamos a quienes somos. Hablar de cultura es hablar de trascenderse y de evadir, por un instante, nuestra finitud.
La cultura es también un bonsái: se le pueden dedicar quince minutos diarios o dejar la vida ahí. En la medida en que se le dé vendrá a prodigarnos sus dádivas. Debe crecer, pero no a cualquier lado. Se le debe acompañar, hay que guiarlo para que esté en armonía con sí mismo y con su entorno. Su crecimiento debe dar cuenta de los procesos por los que ha pasado, retener lo valioso. Hay que cuidar que no se nos vaya de las manos, porque podría acabar con todo lo que hemos construido. El trabajo con la cultura nunca acaba porque es como la vida misma: una corriente que no se deja encerrar.
El término cultura puede ser confuso. Como apunta Gabriel Zaid, los antropólogos han contribuido: convirtieron la cultura en sinónimo de todo lo que se hace. Entonces es parte de la cultura mexicana corromperse, tomar Coca-Cola a diario y tirar bolsas de chatarra en la calle. Y como cultura es hoy sinónimo de un baluarte que se debe proteger, entonces no hay porqué cambiar. Pero el razonamiento es tan falaz como decir que no deberíamos combatir el cáncer o la gripe porque son naturales. Se debe resolver el problema. Para el antropólogo, la cultura es la expresión de la identidad de una comunidad, para el artista es creación. El que crea ama profundamente, se deja a sí en su obra.
No debemos confundir amor con cursilería. La cultura –como la ve el artista- acaricia el romanticismo, jamás la rima simplona. Un romántico diría que amar es estar, entendido allende de la palabra. La cultura, al estar, devela aquello que no habíamos visto. La gran obra de arte es como una pirámide desenterrada: el poeta no la erige, quita las sobras. El artista quiere el aquí y el ahora, pero es un utópico en el sentido más realista. Dispara a la perfección sabiéndola imposible, y en esa lucha vive. Así se escapa de lo nimio para hacer otro cielo.
Tristemente, la cultura debe enfrentarse a menudo a quienes la ven como enemiga. Se enfrenta a quienes creen que es inservible porque no produce robots que arman coches ni medicinas que curan de inmediato. En eso tienen razón, la cultura es tan inútil como el amor: fundamental para la vida a pesar de que nunca entrará en una estadística. Se enfrenta también a quienes quieren darle a todos un micrófono, a pesar de que eso signifique que nadie será escuchado; a quienes por todos los medios quieren obligar a la cultura a ser patrimonio general, y tildan a los que no lo desean de elitistas. Se equivocan. La cultura es como las matemáticas: ¿quién diría que los matemáticos son elitistas por no volver asequible la demostración del último teorema de Fermat a todo el mundo? Todos tenemos la posibilidad de participar del entendimiento de los números tanto como queramos, pero hacerlo requiere un esfuerzo que no todos estamos dispuestos a poner. Eso no quiere decir que la cultura no sea accesible, sino que se refugia y vive donde hay alguien con el deseo de rebasarse, de hacer algo más de sí.
La cultura permite crear otros mundos. Escapar al nuestro, habitar otro, crear uno y recrear el que ya no sentíamos propio. Todos, de alguna forma, rehacemos nuestro mundo a diario. En donde había nada, decimos una oración, ponemos orden. Donde reinaba el vacío dejamos nuestra huella. Cambiamos nuestro mundo al mudar de rutina, y como un dedo que toca el agua de una alberca muchos otros mundos cambian en consecuencia. La cultura busca que las recreaciones de mundos den paso a otras ad infinitum. Desde Gilgamesh y Las metamorfosis de Ovidio, hasta las teorías más recientes sobre el origen del universo, el orden vino luego del caos. Y el orden se dio en la tierra porque hubo vida, que no es otra cosa que decir que hubo creación. Destellos a contracorriente que aparecen en un mundo donde la única posibilidad dentro de todas las posibilidades es la muerte.
En el salón de mil ochocientos cuarenta y seis Baudelaire le decía a los burgueses que sin pan se puede vivir algunos días, pero nunca sin poesía. La afirmación no es metafórica, menos aplica solo para los burgueses. Ningún hombre puede vivir un día sin estabilidad de espíritu, un orden tan frágil que cuando es trastocado no puede desembocar en otra cosa que no sea el fin de uno mismo. El señor que espera con ansia la conclusión de la semana laboral, para viajar a otros cortes de realidad, no espera otra cosa que la celebración de la vida, que le devuelva el equilibrio para poder continuar. Se menosprecia la importancia del arte en nuestras vidas porque hemos sido programados, desde los primeros procesos de socialización, para razonar, no para sentir. El lector promedio de un poema lo primero que intenta es procesar, encasillar para entender, pero eso, las más de las veces, es imposible. Para el poeta las palabras son cosas, son objetos que con su sonido y acomodo cobran significados ya muy otros a los que sacamos del diccionario. La sensibilidad, habilidad desterrada de los planes de estudio, es el único camino para la aprehensión del arte, de la vida.
Todo esto no quiere decir que Joseph Beuys tenía razón al declarar que todo ser humano es un artista. Todo ser humano es un artista en potencia, pero todo ser humano está obligado a empoderarse creativamente, a reconfigurar simbólicamente su entorno, so pena de no soportar su existencia. La Samotracia no aspira a la universalidad, es personalísima. Se vuelve universal en tanto que la experiencia de todo hombre es de alguna forma la misma, todos escribimos el mismo poema. Hablar de un arte para todos es un pleonasmo, no existe arte que no sea de todos. Al intentar tomar toda la realidad, la mejor obra nunca logra tomar más que un puño, pero se asume absoluta y su contribución es dialéctica. Nuestra época, como todas, tiene que afrontar sus batallas. Hoy, dominados por la razón y las predicciones exactas, será fundamental recordar que la exactitud del hombre radica en la aproximación, que ninguna regla del planeta mide cinco centímetros. Habremos de recordar, a diario, que la poesía es vida, y la vida poesía.