Debo confesar que a mi no tan prolongada, pero tampoco tan mozuela edad, evolucionar mi oído musical en el ámbito clásico es todavía una tarea pendiente de aprendiz con deseo de superación.De la gama de genios europeos, me es posible solamente identificar al romántico Chopin, al religioso Bach y al festivo Strauss. Tres compositores que avivan mis sentidos y elevan mis fantasías a ilusos, cristalinos e inimaginables altares. Emociones que se magnifican aún más cuando escucho tocar las partituras en vivo. Tantos sentimientos en ebullición que hasta puedo perder la cultura de espectador. Como cuando olvidé el protocolo y aplaudí a destiempo durante una obra extraordinaria, que disfrutaba en la imponente Sala Sao Paulo. Vergüenza propia que tragué en esta ex estación de ferrocarril, hoy ubicada entre las diez mejores salas de conciertos del hemisferio. Un experiencia que la he repetido hace unas semanas, pero en la ciudad de la neblina costera, otoñal e invernal, de Sudamérica.
En el monumento vestido de luces violetas, forrado con vidrios ilusorios y anclado en columnas de aluminio; mi corazón se colmó de suspiros y vítores. Dentro del Gran Teatro Nacional del Perú–edificación considerada una de las más modernas del mundo y la que posiblemente aminore los pecados de un gobernante inflacionario– saboreé la presentación de la Orquesta Sinfónica Nacional, emperifollando a renombrados compositores peruanos. Violines, violas y violonchelos dieron inicio a la gala entonando La Flor De La Canela y El Cóndor Pasa, una caricia auditiva fenomenal que domó el furor de 1,400 asistentes. Seguidamente, un Toromata que subió a los andes para dar paso a Mi Tierra Huanca, enorgullecieron mis raíces no raciales, sino las de agradecimiento. Para terminar, una melódica conversación entre los vientos madera y los vientos metal permitió que resuenen las emblemáticas Regresa y Perú Campeón; dos piezas que estrujaron mis ojos hasta, nuevamente, romper lo protocolar y pararme para vociferar un potente “bravo”. Un bravo al sensacional ensamble de armonías. Un bravo a nuestra identidad personificada en la música, amplificada en instrumentos sinfónicos, y aplaudida de pie por todo el auditorio.
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