Una noche fría, ella se sentó en la cama. Levantó la máquina de producir curvas y borró las huellas tenues de una hoja de plástico. Estaba haciendo un curso de artesanías y se ocupaba de armar floreros en jarrones con flores de plástico. Desgranaba los minutos con esa tensión leve que se acumulaba en los dedos y en las telas.
Desde la cama podía ver la silueta tímida de la luna y los últimos esplendores de las luces del farol. También veía las sombras pequeñas de la palta, apostada desde siempre como una compañía silenciosa.
Esa noche la ventana estaba cerrada y el vidrio producía caricias extrañas en la superficie de la colcha.
Se levantó e hizo unos pasos. Cambió de posición la llave de la luz. El foco titiló por un instante y luego se apagó. Desde la mañana tenía una frase en la cabeza y no podía quitársela de encima. Era una araña insidiosa y amable, una curiosa mezcla de palabras que producían una trampa breve. Cuando llegó al espejo, lo miró de frente. La penumbra ya era dueña de la pieza y de su cara. Miró el espejo y, sin pudor, se preguntó: “¿quién era yo?»
Photo by: Mikael Colville-Andersen ©