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Anjanette Delgado
Anjanette Delgado

Ángeles negros

Selección de cuentos pertenecientes a Ellas cuentan: Antología de Crime Fiction por latinoamericanas en EEUU (Sudaquia 2019)

 

Nunca supe cómo vivir sola. Por eso, tan pronto Lucas y yo nos peleamos, el apartamento del Viejo San Juan que durante años me había parecido acogedor y hasta romántico, se me convirtió en un cuartucho frío, melancólico y opresivo. 

¿Qué por qué nos dejamos? Quizás porque después de cinco años, un día me dio por contar. Los días que llegaba tarde a buscarme a la oficina, versus los que llegaba a tiempo. Los días en que discutíamos durante horas porque él no sabía perder, versus los días en los que no salíamos de la cama, enroscados, uno alrededor de las piernas del otro, borrachos del olor a sal de mar que barre los balcones del Viejo San Juan en las tardes.

Así cumplí los 29, los 30, los 31 y así pronto hubiese cumplido también los 32. El tiempo de mi vida pasaba sin que nada pasara en mi vida y un día me hastié de contar. De hacer inventario de algo que no iba para ninguna parte.

—Si quieres, salimos a comer —me había dicho él aquel día igual a todos.

—No, pero así no —contesté yo.

—¿Cómo que “así no?”

—Así no, con ese “si quieres”, como si tú no tuvieras que comer también.

—Mira Natacha, vamos a dejarlo ahí, hazme el favor, que hace demasiado calor para peleas imbéciles.

Le hice caso y ahí mismo lo dejé. Le dije que tenía razón, que lo de nosotros era una imbecilidad y que mejor dejábamos de ser imbéciles.

Para mi sorpresa, estuvo de acuerdo. Se fue, prometiendo regresar a buscar sus cosas, que no eran muchas porque él, como buen blanquito, tenía su propio techo en Ocean Drive, del que no se deshizo ni aun mientras prefirió pasar sus noches durmiendo bajo el mío.

Esa misma madrugada comenzaron los llantos. O más bien, los lamentos. Como si un gato enfermo o una persona ronca intentara cantar y llorar a la vez. Una mezcla de sorpresa y dolor, como si alguien pellizcase a algo o a alguien de súbito y con saña, causando que emitiera aquel aullido rabioso, que desfallecía para repetirse segundos después, entremezclándose con los silbidos del viento al deslizarse por sobre los tejados del casco de la ciudad.

Pero si aquello era un gato, era un gato extraño. Yo conocía los distintos maullidos felinos porque San Juan estaba lleno de ellos. Pero este sonido era tan extraño que esa primera noche no pude volver a dormirme, aguzando el oído, tratando de ubicar la dirección general de los quejidos, aunque, en verdad, no había mucho en donde buscar.

El 51 de la Calle Caleta de San Juan era un edificio pequeño. Había solo tres pisos con dos apartamentos en cada piso y un patio interior en el que vivía una media docena de los susodichos gatos. De los dos apartamentos que había en cada piso, uno era grande y tenía un balcón largo y estrecho que daba hacia la calle, y el otro era poco más que un desván compuesto por una salita/cocina minúscula y una habitación cuya ventana miraba al interior.

Esa distribución tan poco equitativa se debía a que, en épocas pasadas, los “apartamentos” como el mío fueron los cuartos de los sirvientes de los ricos que vivían en los apartamentos grandes. Por eso estaban más destartalados y no contaban con clósets, aunque, por fortuna para mí, por vivir en el último piso (en el 3A), yo contaba con un receso debajo de un tragaluz que pude convertir en guardarropa con la ayuda de un gavetero, unas tablillas y varios ganchos, arqueados como garras, en la pared.

Según la corredora de bienes raíces que me consiguió el alquiler del 3A, el espacio bajo el tragaluz fue alguna vez el pasillito por el que la sirvienta de turno pasaba de su habitación a la residencia de “los señores” sin ser vista por las visitas. Se llamaba Ceci o Celia, no recuerdo bien, pero lo que sí recuerdo es que se sabía la vida, crímenes y milagros de las familias adineradas que ocuparon estás hermosas casas coloniales de techos altos y grandes ventanales, de balcones con tejas, pisos de madera y losa tradicional original, muchas de ellas con la mejor vista al Océano Atlántico desde lo que antes fue el casco de defensa de esta islita de sol y sal que es Puerto Rico.

Y aunque de seguro los apartamentos grandes tenían armarios en los que guardar las vulgaridades de la vida diaria, ya ninguno de esos patriarcas vivía allí. Se habían muerto y sus descendientes habían dividido las casonas en espacios más pequeños para alquilarlos por Airbnb a turistas que pensaban que era posible conocer Puerto Rico en solo tres días y sin salir jamás del Viejo San Juan.

Unos días después, volví a escuchar el llanto maldito. Era sábado en la mañana y hacía yoga cuando oí aquellos estertores de perro agonizante forzado a gimotear lo que hubiese querido ladrar. De inmediato abandoné mi pose de guerrero y me doblé en una “Uttanasana” (como si quisiera tocarme la punta de los pies) para acorralar mi maranta de pelo negro sobre la corona de mi cabeza en un enorme moño y asomarme al quicio de la escalera con los pies descalzos y los ojos sin rastro de la relajación que me había propuesto al despertar.

Cerré la puerta tras de mí y escuché. Nada. O al menos nada anormal. Un par de voces conversaban en la acera, o quizás en el patio interior que todo lo amplificaba. Algo con ruedas luchaba por navegar sobre los adoquines azules e irregulares que cubren esta parte vieja de la ciudad. Un predicador te exhortaba a aceptar a Cristo como tu único salvador a través de un radio, seguro tan viejo como el que lo escuchaba. ¿Me lo habría imaginado? Era posible. Nunca escuché ruidos extraños en todo el tiempo que estuve con Lucas y me parecía demasiada casualidad escucharlos ahora.

Esa tarde, según el breve de las 2:00 pm del noticiero de fin de semana, una mujer había sido asesinada a puñaladas esa mañana frente a un centro comercial en Guaynabo, mientras que en Caimito, otra había sido asesinada la noche anterior en su propia casa y por su propio esposo. Su hijo de cinco años lo vio todo. Mientras tanto, en el área metropolitana, advertían sobre un violador que atacaba mujeres a la salida de Plaza las Américas, dejando sus paquetes coloridos abandonados sobre la brea del estacionamiento del que las secuestraba.

Apagué el televisor y me fui a sentar en el alfeizar de mi única ventana. En el cielo, nubes negras amenazaban con sus contenidos y los que estaban sentados en la placita que hace esquina con la Calle del Cristo, se levantaron con prisa para escapar del aguacero. En mi apartamento, nadie me pedía una cerveza de la nevera ni peleaba por controlar el televisor. En vez, el silencio lo invadía todo, pintando las paredes de un gris plomo aguado, como si estuviera lloviendo adentro, de la misma forma en que pronto llovería afuera, y haciendo que sintiera lástima de mí misma. De estar más sola que aquellos adoquines azules que la lluvia pronto azotaría, sin una persona de mi sangre a la que amar. Sin una madre que supiera dónde ubicar, ni una hermana… sin un hijo.

En esas tonterías pensaba cuando escuché pasos en el rellano. Cuando había silencio se

escuchaban porque era un edificio muy viejo y los techos eran muy altos. Seguro era el nuevo vecino y tuve deseos de salir al pasillo y preguntarle si él también había escuchado los gritos, aunque fuera para tener con quien compartir mi miedo. Para hablar algo con alguien.

        Le diría, “qué tal, soy Tacha, tu nueva vecina. Bueno, Natacha. Encantada”.

        Y él me diría, “Caramba, que bueno. Ya tenía deseos de conversar con mi vecina. ¿Te puedo ayudar en algo?”

Pero no me atreví. Atinando solo a acercarme a la puerta sigilosa, colocándome frente al agujero hasta ubicarlo del otro lado de la puerta. En efecto, Jota Francioni estaba parado ante su puerta y a través del lente cóncavo de la mirilla podía verlo hasta la cintura, aunque un poco borroso. Sabía que se llamaba así porque eso decía su buzón en el primer piso: J. Francioni. Cuando se mudó, nos habíamos saludado en la escalera con un escueto “¿qué tal?” de pasada —el edificio no tenía ascensor, por lo que si los vecinos nos veíamos alguna vez, era bajando o subiendo, en camino a, o regresando de, donde fuera.

Jota Francioni era trigueño, de ojos achinados. Guapo. Espejuelos. Llevaba un suéter gris de cuello alto y un reloj grueso y suelto, casi como pulsera. Buscaba sus llaves en un Messenger de cuero color canela tostada. Sí, no había duda de que era un hombre atractivo y pensé que esto era lo que ocurría cuando se andaba en relaciones sin futuro: se volvía una ciega a las posibilidades que estaban justa y literalmente enfrente de una. Este hombre llevaba varias semanas viviendo enfrente de mi cara y yo ni había visto bien la suya hasta ese día.

Él seguía frente a su puerta a pesar de ya tener el llavero en la mano, y pensé que podría haber olvidado donde estaba, como pasa cuando uno se muda a un lugar nuevo.

Pero no. Más bien se había quedado perfectamente quieto. No, no perfectamente. Estaba ladeando la cabeza en mi dirección con tanta lentitud, que parecía que no se había movido, pero sí, como si mirara por encima de su hombro y pudiera verme a la perfección. No te voy a mentir. Quedó en mí congelado cada pelo negro y lacio que me oscurece los antebrazos. Se me ocurrió que se voltearía a verme, que me miraría a través del lente de la misma mirilla por la cual yo lo espiaba a él, descubriéndome.

Esa noche, el noticiero de las once cumplió su promesa de darme “todos los detalles” de las cosas horribles que me habían adelantado esa tarde, y otras más que se les habían quedado: una madre pedía cualquier noticia de su hija de doce años. La niña había sido secuestrada del Hospital de Niños San Jorge, donde convalecía a causa de un tipo de leucemia rara que no alcancé a entender bien. La madre lloraba angustiada ante las cámaras, sosteniéndose apenas con una mano en la rodilla, en la otra mano, la foto de su niña, una rubiecita pecosísima. “Es que nadie sabe como una madre se sieeeente” le lloró a la reportera con la voz quebrada y el rostro hinchado de tanto llorar, y a mí, oyendo aquellas palabras, se me escaparon dos grandes lágrimas porque yo era alguien que hubiese querido tener un hijo, aunque fuera para saber lo que ella sentía. Las autoridades sospechaban del exesposo y padre de la niña, radicado en Estados Unidos.

Mientras, en el Capitolio, un senador defendía el fin de un programa que subsidiaba el costo de medicamentos para ancianos de pocos recursos. Lo de siempre. Los débiles destajazando a los aún más débiles para olvidar que eran débiles. La decisión estratégica de no pelear una pelea perdida de antemano contra Estados Unidos, no solo nos había convertido en colonia eterna, sino que seguía engendrando hombres rabiosos que nacían sintiéndose emasculados, culpables de haber “entregado” la patria por conveniencia y que se desquitaban contra todo el que lo permitiera o no pudiera defenderse. 

Al día siguiente, domingo, seguía lloviendo y hacía frío, pero igual bajé porque necesitaba ver gente. Solo que en la Plaza Dársenas no había mucha gente con ganas de mojarse, así que compré una bolsa de mangós (sí, mangó, con acento en la “o” como lo dijo Corretjer en su poema y como lo avala la Real Academia de la Lengua Puertorriqueña) y una piragua de frambuesa que usé para lastimarme la boca en el camino de regreso al apartamento, apretando escarcha de hielo con fuerza entre mi lengua y mi paladar. ¿Tú no querías frío, Tacha? ¿Qué te dejaran en paz? Bueno, pues ahora congélate de silencio. 

Esa noche, escuché las noticias, decidida a enterarme de todo y a no tener miedo, a rezar un Padre Nuestro, y a dormir como un lirón después. Me enteré que la mujer que habían asesinado frente a su hijo, había sido golpeada durante días por el marido que le quitó la vida y que sus vecinos la oyeron gritar sin hacer nada, ni siquiera una llamada anónima a la policía. Desgraciados. Inmundos. Les deseé una muerte lenta y dolorosa a todos. Eran tan asesinos como el marido cobarde que no tuvo valor ni para matarse después.

En algún momento, me quedé dormida. Lo sé porque me despertaron los quejidos aquellos ya familiares. Esta vez eran tenues, como si quien fuera hubiese perdido fuerzas, y miré el reloj: las 3:33 a.m.—siempre me pasaba que miraba el reloj y eran las 2:22 o las 4:44 o las 5:55.

De inmediato me vino a la mente la mujer asesinada y sus vecinos cobardes y me obligué a aceptar lo que temía: los gritos venían del apartamento del vecino. Alguien estaba sufriendo allí y yo no podía seguir mirando para otro lado como si lo que estaba oyendo no tuviera nada que ver conmigo. 

Así que llamé a la policía.

—Okey, señora, cójalo con calma. Una patrulla ya va para allá—fue lo único que dijeron cuando contestaron por fin.

Mientras llegaban, me puse una bata de baño sobre el pijama y unas chancletas y salí a subir y a bajar las escaleras porque estar en mi apartamento con aquel llanto me desordenaba los nervios. Me paralizaba.¿Y si Jota Francioni era un asesino y tenía a una mujer encerrada allí adentro? A lo mejor era el secuestrador de Plaza Las Américas y estaba allí con alguna de sus víctimas.

Quince minutos después, todavía no había llegado una sola patrulla, así que regresé a mi habitación y abrí las cortinas de gaza de par en par, arrellanándome contra la pared que sabía conectaba con alguna parte del apartamento de al lado. Por supuesto que el sonido venía de allí y me dio vergüenza haberle deseado la muerte a los vecinos de la mujer asesinada en Caimito, cuando yo llevaba días convenciéndome de que no escuchaba lo que sí escuchaba.

El sonido estaba ahí y ahora más de cerca, sonaba a alarido cansado, lleno de consonantes. Me imaginé a una mujer vomitando, atragantándose en su propia sangre, a punto de morir y ante esa imagen mental, la razón me abandonó. Empecé a abrir gavetas buscando uno de los malditos taladros de Lucas. No encontré ninguno, pero encontré un martillo. Vacié mi clóset, tirándolo todo encima de la cama, jalando el gavetero con todo y gavetas, y dando golpes en la pared hasta que escuché como si se cayera una almohada o una libreta desde una tablilla alta. Seguí dando golpes hasta que escuché un sollozo y comencé a sudar, desesperándome, mis martillazos lanzando escombros en varias direcciones hasta que vi los siglos del mar en las viejas vigas de madera de la pared y pude vislumbrar una sombra en la penumbra del otro lado.

—¿Estás bien? Contéstame, por favor.

Iba a seguir intentando con el martillo cuando escuché un llanto desconsolado y difícil, como si a quien lloraba le costara respirar.

—¿Puedes hablar? Bueno, quédate ahí que yo te voy a sacar—dije, fustigándome de inmediato, pues, ¿a dónde demonios podría ir la pobre persona atrapada allí?

Ella—estaba segura de que era una ella—seguía sollozando y pensé decirle que la policía estaba en camino, pero ¿y si él estaba allí escondido y la mataba al anticiparse atrapado?

Pero ella seguía llorando ese llanto que parecía grito aspirado, y decidí que si Jota Francioni estuviera allí, ya habría salido a tumbarme la puerta y que yo no podía seguir siendo una persona cobarde si iba a seguir viviendo en, y queriendo a, este Puerto Rico traumatizado.

Marqué de nuevo a la policía y esta vez me dijeron “un momento, por favor” y me pusieron en “hold” antes de que pudiera decir una palabra. Sentí que me mareaba de rabia e impotencia y que nada tenía sentido.

Pensé en llamar a Lucas. De verdad que sí. Él habría venido, pero, al instante de pensarlo, sentí, allí en mi vientre que hacía amago de desalojarlo todo, que no tenía caso. Que él ya se había ido de mí, que vivía en otro mundo desde hacía mucho y que yo no había querido saberlo.

Se me ocurrió también tumbarle la puerta a alguien del edificio, pero eran viejitos mis vecinos. Sabían de sus gatos y de sus programas de radio y tardarían más en contestar a la puerta que la policía en contestar el teléfono.

Afuera, no había un alma porque era la madrugada de un domingo que ya era lunes y yo ni tenía un carro con el cual ir a buscar a alguien que pudiera ayudar, ni conocía a nadie a quien me hubiese atrevido a pedirle ayuda a aquellas horas. 

Estaba como nunca había sabido estar: sola y con una gran decisión que tomar. O me regresaba a mi apartamento y esperaba a la policía, sabiendo que si algo malo pasaba  sería por mi cobardía, o me daba prisa en sacar a aquella mujer de allí antes de que Jota Francioni reapareciera con su maldito Messenger color canela tostado.

Busqué la ganzúa cruciforme de segunda mano que Lucas me había regalado cuando quedó claro que yo iba a dejar mis llaves olvidadas dentro del apartamento por lo menos una vez al mes y, todavía con el teléfono junto al oído, me paré ante la puerta de entrada de Jota Francioni, tocando varias veces mientras esperaba a que alguien me respondiera en la policía, preguntándome como era posible que no respondieran el teléfono designado para emergencias de vida o muerte y deseando con todo mi corazón que lo hicieran para no tener que entrar allí sola.

Cuando nadie respondió, actué y trece minutos más tarde, escuché el “clic” avisándome que la cerradura había cedido y que no había vuelta atrás. Solo entonces colgué, guardé el teléfono ya medio descargado y la ganzúa en el bolsillito de la bata de baño y abrí la puerta.

Adentro del apartamento 3B, todo era oscuridad y no había señal de Jota Francioni. Las ventanas y puertas de madera al balcón estaban cerradas, así que dejé la puerta abierta para alumbrarme el paso un poco con la luz del recibidor, sintiendo el peso de la decisión de entrar en una casa a la que nadie me había dado permiso para entrar. (Recuerdo que la frase “allanamiento de morada” me vino a la mente justo en ese momento. Parece que de tanto escuchar horrores en las noticias, me había convertido en toda una experta sin darme cuenta.)

Había varias cajas en esa sala y un sofá oscuro al que le faltaban los cojines del asiento. En el piso, alrededor del sofá, vi muñecos amontonados: rotos y sin ropa y fueron como un recordatorio: no solo estaba entrando de manera ilegal en donde no me habían llamado, sino que además estaba entrando en la casa de alguien que no estaba bien de la cabeza.

Avancé entonces, inhalando hondo con la intención de aclarar con un poco de aire mi cerebro despavorido, pero en vez de oxígeno, lo que me invadió fue un olor intenso a mangó podrido que, unido al calor denso y holgazán de ese lugar, me recordó a otro lugar, también olvidado por Dios.

Fue una máquina de tiempo aquel olor dulce y putrefacto y me llevó en segundos a un momento en el tiempo que había borrado de mi memoria: el momento en que escapé el hueco rancio de una niñez brutalizada y violenta y me vi, una niña flacucha y descuidada, de largas trenzas negras, haciéndole frente a hombres viejos y depravados, pero bendecidos con la fuerza que Dios debió otorgarle a todas las niñas del mundo. Ese olor, lejos de debilitarme o de causarme nauseas, me serenó, me calmó y me convenció por fin de algo que me había repetido a mí misma sin convicción durante años: que no había nada que temer y que a veces en la soledad había más paz y más protección que en el seno de una familia. Así entonces, intoxicada por ese aroma de mis memorias, dejé atrás la poca luz de la bombilla que entraba todavía desde el recibidor y me adentré por aquel pasillo negro en busca de la fuente de lo podrido.

Nunca podré explicar con exactitud lo que encontré allí aquella madrugada. Había cuartos vacíos, más juguetes rotos, algunos uniformes; fatigas azul verdosas como los que se usan en las salas quirúrgicas de los hospitales. Había también dos peceras sin agua en el piso, con tablas de madera encima y lo que me parecieron muchísimos ratones amontonados adentro.

Yo seguía avanzando por aquel pasillo oscuro, cada dos pasos volteándome a ver a mis espaldas y, cada vez, el espacio que dejaba tras de mí lucía tan negro y tan profundo como un pozo, en vez de ser solo el tramo de pasillo que recién había atravesado.

Al final del pasillo había una cocina amplia que, excepto por la multitud de moscas, de platos sucios y del calor insoportable que lo llenaba todo de la neblina rosada que solo es posible en el Caribe, parecía el lugar en el que recién se iba a celebrar La Última Cena. Había una gran mesa de madera rectangular y sobre ella cajas y más cajas de frutas, algunas frescas, otras podridas hacía mucho. La mayoría de las frutas eran los mangós que estaban en temporada, pero también había bolsas de acerolas, quenepas y muchísimas guayabas. Sobre la estufa también llena de cacerolas sucias, dormía una buena cantidad de moscas intoxicadas y una cédula de identificación: Jesús Manuel Francioni, Conserje, Clasificación A, Hospital San Jorge. Era su rostro, pero en la foto se veía diferente, desencajado, sus facciones desalineadas, con ángulos que no sumaban lo que debían y una mirada tan artificial como fija.

Las moscas eran tantas y volaban en una formación tan densa, que me recordaron a unos muñequitos que alguna vez vi de pequeña llamados “Los Picapiedra”, en los que un escuadrón de moscas picudas perseguían al “hombre de la casa” cada vez que se pasaba de goloso. Para neutralizarlas un poco y poder pensar, agarré unas cajas de frutas gusanosas y las llevé a una esquina de la habitación con la intención de dirigir las moscas hacía allí. Pero tan pronto hice ruido con las cajas, escuché un aleteo intenso seguido de uno de aquellos alaridos pellizcados.

  El aleteo venía de la pared izquierda de la cocina, la que estaría más cerca de mí habitación y cuando puse mis manos sobre ella, se movió porque no era una pared, sino una puerta corrediza pintada del mismo color de la pared, que deslicé para ver por primera vez la otra mitad de mi rellano bajo el tragaluz.

Era un espacio igual al mío, de quizás dos por tres pies. Allí estaban los cojines del sofá que faltaban en la sala y, sobre ellos, una mujer pequeña con una bata de hospital asquerosa y el pelo sudado y encaracolado alrededor de un rostro delgado, casi consumido. Verla, ya no estármela imaginando, me provocó un hipo compulsivo y sin pausas, cada uno como una argolla que se unía con el próximo en un collar extendido de sonido ahogado, una variación enferma del lamento cantado que me había llevado allí y que yo, en mi inocencia de días atrás, había catalogado como grito de gato.

Me puse en cuclillas para acercarme a la mujer y el olor que me abofeteó era una combinación de todo lo que se escapa de los seres humanos cuando ya no hallamos donde esconder nuestras miserias: llanto, excremento, sudor y hasta el deseo solitario de un hombre enfermo estaban allí, en aquel dos por tres.

Traté de levantarla y haciéndolo me di cuenta de que no era una mujer, sino una niña de enormes ojos y tan delgada que casi no tenía cachetes ni labios, solo frente y ojos y pelo.

—¿Puedes hablar?

Abrió la boca y emitió un maullido y supe sin lugar a dudas que esta niña y la mujer que me había estado llamando sin decir mi nombre eran una y la misma.

—¿Dónde. Están. Tu mamá y. Tú papá? —le preguntó mi hipo.

Su rostro se oscureció e hizo gesto de no saber, señalando al cielo con la barbilla.

—¿Eres huérfana? (Y, Dios mío, perdóname, estaba tan flaquita que deseé que lo fuera para quedarme con ella y cuidarla.)

Volvió a hacer gesto de no saber y a señalar hacia el cielo hasta que miré a donde indicaba y los vi: por lo menos una docena de murciélagos oscureciendo el vidrio del tragaluz sobre aquella diminuta cavidad. Todos negros, todos como muertos, suspendidos a distintas alturas, sus alitas de ardillas voladoras extendidas. Desde el que estaba más cerca, a unos tres pies de altura, había un tubo plástico por el que corría algo amarilloso como el vómito y que llegaba hasta donde estaba la niña, pero que no estaba conectado a ella, solo amarrado a su brazo con una goma elástica como las que usan quienes se drogan por vena, permitiendo que el líquido se regase, empapando su bata. 

Al lado de la niña, estaba el murciélago que había escuchado caer en medio en mis martillazos. Lo miré por un momento y me sorprendió ver una carita hermosa. Negra y peluda, redondita, con sus ojitos cerrados como los de un angelito negro. ¿Lo habría matado yo con mi martillo? Sus compañeros aleteaban, chasqueando ahora, conscientes de que la intrusa se disponía a remover una parte crucial del hábitat que ellos vigilaban. El sonido era asqueroso y sentí desespero por salir de allí.

“Te voy a sacar de aquí, ¿okey?

La niña miraba al vacío con ojos aterrorizados.

“¿Te ha hecho daño? ¿Francioni?

Pestañeó sin dejar de mirar al vacío como si no me hubiese oído y yo me concentré en levantarla, como si no le hubiese hecho una pregunta, identificándome con ella de inmediato; la solidaridad de los niños victimizados.

Yo seguía haciendo fuerza por levantarla de aquel espacio tan reducido sin tocar el murciélago, pero ella no me ayudaba. Había cerrado los ojos, desfallecida, y le retiré el pelo de la cara, queriendo hablarle para que hiciera un esfuerzo. Fue en ese momento, temiendo que se me muriera, que la reconocí: la niña de las noticias. La que se habían llevado del hospital. Estaba segura. Mi corazón latía, pero ya no de miedo sino porque yo lo hubiese dado todo por una muchachita pecosa como aquella.

Me quité la bata de baño y trataba de envolverla en ella y de ubicar mi teléfono, cuando escuché una voz a mis espaldas.

—No la puedes mover.

Era Jota Francioni y del susto casi caigo sentada sobre los cojines que habían servido de cama, habitación y prisión, pero ni así solté a la niña.

—La policía está al llegar, ¿okey? Si yo fuera tú, escapaba ahora—dije, pero no sé si me entendió porque mi terror era tan fuerte que perdí el control de mis mandíbulas y de lo que sea que hace que el cerebro pueda producir palabras.

—¡Está enferma! —me gritó él y comenzó a pegarse a sí mismo muy fuerte en plena cara. 

Yo no decía nada porque me moría de miedo de tenerlo tan cerca y no lograr recordar en qué bolsillo estaba la ganzúa, ni como la sujetaba si la ubicaba. Él también estaba agitado, hablando como si estuviese a punto de llorar a causa de una enorme frustración.

—¡La estoy curando! Porque las demás se murieron y… por ley de probabilidades, ¿okey? … por ley de probabilidades, coño… ¡Pero no la podías moveeeer!

Como el loco que era, caminaba de un lado para el otro mirando para todas partes hasta que vio la caja de mangós que yo había puesto en una esquina y fue hacía allí sin mirarme, como decidido. Empezó a revisar la caja de mangós, a contarlos, diciendo cosas como que yo no tenía que estar allí, dos, cuatro, que él no molestaba a nadie, siete, ocho. Lo demás no lo entendí porque estaba tan enfurecido que sonaba a jeringonza. Yo seguía tratando de ubicar el bolsillo de la bata de baño en la que había puesto la ganzúa, pero tenía a la niña cargada con ambos brazos y no podía pensar.

—La comida de ellos, doce, bendito sea el diablo, yo no sé porque puñeta—catorce— se tienen que meter con uno—dijo trayendo las cajas de regreso a la mesa y tirándolas allí con furia.

No sé cuantos minutos pasaron así, pero en algún momento levantó la voz y la niña, sus ojos cerrados todavía, se contrajo tanto contra mi pecho que pensé, “No tengas miedo. Yo daré mi vida por ti”, queriendo transmitirle mis palabras y entendiendo, como si lo hubiese visto a través de una puerta entreabierta, que yo no era tan diferente de aquel loco frenético cuya soledad lo había llevado a obsesionarse con una niña que no era suya.

Quizás por eso, cuando oí a la policía tumbar la puerta que Jota Francioni encontró abierta y cerró con tanto sigilo que yo jamás lo escuché, me dio lástima y hasta tristeza verlo levantar los brazos en rendición, mirando hacia sus murciélagos como si solo le pesara no haberles podido dar su suero de mangó una última vez.

Pero a nosotros no nos miró, ni a la niña ni a mí. Ni siquiera cuando se lo llevaron arrestado y nunca supe que vio en mi rostro que lo hizo despotricar sin atreverse a atacarme. ¿Quién sabe lo que piensa un loco? Quizás es tan sencillo como que olvidó que estábamos allí.

Esa mañana de lunes, viajé en la ambulancia con la niña, pensando en la alegría de su mamá, la mujer que yo había visto llorar en el noticiero, cuando la viera. Pero cuando llegamos y abrieron las puertas de par en par para sacarla con todo y camilla, la mujer que se acercó corriendo como si volara, era otra. Confusa, miré a la niña y solo entonces vi que no era la que yo pensaba. Esta niña era mucho más pequeña, tendría ocho o nueve años y no era rubia, sino morena. En su rostro no había una sola peca.  Fue tanto mi asombro, que no atiné a rogar que me dejaran abrazarla una última vez antes de que se la llevaran.

Los investigadores insistieron en transferirme al Hospital Pavía para que los médicos me revisaran a mí también. El doctor que me atendió me dijo que era normal confundir rostros de gente, incluso alucinar, en momentos de mucha tensión, de terror, pero no me parecía posible y pasé muchas semanas dudando de todo lo que veía, escuchaba y recordaba.

Me enteré luego por los investigadores, que los murciélagos de Jota Franzioni eran llamados Murciélagos de la Fruta porque eso comían. Que él les dijo a los policías que sabía más que los médicos y que había creado un “protocolo” para curar a los niños del pabellón de trastornos hematológicos del hospital que consistía de mezclar su propio semen con sangre extraída de sus murciélagos alimentados con puré de mangó y que en su delirio pensó que inyectaba a la niña con ese suero, aunque la policía no encontró marca de aguja alguna en su cuerpecito. Cuando aquello, yo no quería saber mucho para no volverme más loca de lo que ya me sentía, pero sí quise saber si durante el interrogatorio, el que fuera mi vecino había entendido, aunque fuera por un instante que había torturado a una niña indefensa y a animalitos inocentes. Los detectives no sabían, pero pensaban que no. 

Lo que sí sabían era que no se habían encontrado los muñecos rotos ni los ratones en peceras que yo había visto. Insistieron en que tratara de recordar, en que era necesario corregir la incongruencia de esos “pequeños” detalles de mi testimonio. Pero no debe haber sido tan vital nada porque un buen día, cuando se cansaron de que eso fuera lo que recordaba y de que no pudiera estar segura de si en realidad los había visto, o si solo los había imaginado, me dejaron en paz.

La otra niña también fue devuelta. La policía de Chicago la encontró en la casa de su padre y los noticieros cubrieron a la madre subiendo al avión en el que viajaría a buscarla. Me pregunto aún si el secuestro de esa niña fue lo que le dio la idea a Jota Francioni de hacerse pasar por enfermero para llevarse a la mía. Digo la mía, porque nadie me quiso dar su nombre y no fue publicado en la prensa por ser el nombre de una menor que de alguna manera había sido agredida sexualmente.

A veces, cuando me viene a la mente algo de aquella madrugada, ya sea el olor a mangó descompuesto, o la carita de angelito de aquel murciélago negro, hago un esfuerzo y pienso en la niña, abrazada a mi pecho, mientras el loco que la había lastimado daba gritos a escasos pasos de nosotras. Pienso en lo fuerte que es, en que su mamá la ama y, seguro, la protegerá como nadie me protegió a mí. Que sobrevivirá y se recuperará, pero que también se convertirá en una mujer que le tendrá miedo a los murciélagos, que no comerá mangós y que, como yo, tampoco sabrá jamás cómo vivir sola.

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