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Ángeles en una gasolinera: «Manual para mujeres de la limpieza» de Lucia Berlin

No habría motivo para evadir hablar de la leyenda que es una mujer con escoliosis, criada en pueblos mineros de Chile y Arizona, cuyo primer cigarrillo fue encendido por un príncipe árabe. Daría, por supuesto, para una novela de seiscientas-ochocientas página que cualquier biógrafo entusiasta aceptaría, sabiendo que no es un reto menor. Hasta la fotografía de la solapa tiene el magnetismo del enigma, con ese cigarro que seguro nunca apagó desde la adolescencia y su mirada de actriz. Pero hay un motivo para no hablar de esto: los cuarenta y tres relatos recogidos en Manual para mujeres de limpieza(Alfaguara, 2016), que de repente mostraron una cuentista genial, genial y olvidada. 

Siempre he querido mantener cierta ingenuidad literaria respecto a que la palestra de los grandes autores sea un olimpo al que se llega por derecho propio. Es cuestión de agregarle algo de sentido común a esa ingenuidad para saber que no siempre los Premios Nobel —o de ningún tipo— son merecidos y que muchas superventas son caprichosas. He querido pensar que por lo menos los autores buenos reciben aunque sea cierto reconocimiento: ventas apenas sanas en editoriales independientes, notoriedad en los círculos más íntimos de las letras, el acogimiento de academias. 

Pero Berlin solo ganó un premio notorio (y un par que no lo fueron) hacia el final de su carrera, uno que no la salvó del anonimato a pesar de escribir con una contundencia mayor.  

No hay razón de hablar de su vida, como ya expresé, porque estos relatos lo hacen de forma soberbia. Su verdadero logro fue no caer en las trampas que puede tender la autoficción (el patetismo banal, la anécdota suelta, la superficialidad), sino que tratan estas crónicas de un sufrimiento esperanzado como literatura cruda. Sin olvidar el realismo flaubertiano que menciona Lydia Davis en el prólogo.  

Enrique Redel, editor de Impedimenta, asegura que Berlin tiene mucho que ver con el fenómeno de autores como Knausgard. Estos personajes (que de coincidencia se llaman igual que su autor) se enfrentan a si mismos de una forma descarnada. Muestran sus defectos humanos con todo y arterias, pero su intensidad emocional reside en el hecho de que no enfrentan tragedias, grandes desastres, sino el terrible obstáculo de sobrevivir a lo cotidiano.   

La Lucia Berlin de los relatos es, muchas veces, un espléndido testigo de las circunstancias. Ve, comenta y coloca bajo un lente a veces sarcástico y, otras, compasivo. Lo primero lo vemos en frases tan rotundas como “tenía también unos cortes en carne viva en las muñecas, como los suicidas estúpidos” y lo segundo en un relato como Triste idiota.  

Y esto funciona para que sirva como narradora tanto para escenas viscerales como arrancarle los dientes a su abuelo o los Apuntes de la sala de Urgencias, 1977, como en la cavilación reposada de Macadán. Poco escritores pueden manejar esas historias de hospital, de rehabilitación, de una hermana muriendo lentamente, de memorias familiares y traumas de la infancia saliendo tan airosos.   

Pronto saldrá Una tarde en el paraíso, que recogerá los relatos que no entraron en esta antología.

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