Dentro del corolario de máximas universales está el “todo exceso es malo”. Algunas estimaciones indican que tan solo en Instagram se publican aproximadamente 95 millones de fotos al día. Se experimenta entonces una ceguera por saturación de imágenes, “ciegos ante la hipervisibilidad del mundo”, como lo definió el crítico francés Serge Daney.
El receptor consume tantas imágenes que prácticamente deja de analizarlas, solo las observa por mero ejercicio de repetición, sin notar que se trata de un mecanismo de autodefensa de su psiquis que lo lleva a dejar de inmutarse.
Nada se logra con ese caudal de fotografías, se vuelven “letra muerta”. Se necesita avanzar en otras formas de abordar la realidad para que perduren en el tiempo por su trascendencia en la memoria colectiva.
Para el filósofo francés George Bataille, el exceso es también una forma de violencia porque se impone a la razón. El exceso manifestado a través de la hipervisiblidad, al sumarle la (auto) censura -entendida como la selección previa de imágenes a compartir- y las líneas editoriales, se obtiene el coctel de la desinformación.
La investigadora Johana Pérez Daza logra visualizar de manera sagaz este contexto como propio de la era digital, por lo que afirma que “la fotografía convive con el espectáculo y una visualidad exacerbada que deja su huella en la realidad […] lo que enfatiza la necesidad de distinguir y contextualizar, así como de conocer los usos de la imagen, las intenciones y motivaciones que guarda”.
Desafortunadamente, hay una carencia de fotografía con contenido, conocimiento, reflexión, lucidez, aun cuando para el escritor Frédéric Beigbeder “la lucidez no protege de la realidad […] saber por qué se está triste te hace menos idiota, pero no menos triste”. Nada despreciable la oferta, la idiotez es un lodo que inmoviliza en medio del caos, y es urgente salir de él.
Es imperativa la necesidad de evaluar cómo estamos abordando el hecho fotográfico y dónde estamos compartiendo nuestro mensaje. ¿Lo hacemos solo para conseguir “likes” en redes sociales? ¿Logramos realmente contar algo? ¿Podremos sensibilizar ante un tema en medio de la vorágine de imágenes?
La narrativa fotográfica podría ser ese bastión de pervivencia que mantenga a flote el carácter documental de la fotografía y así se logre el impacto que merece. Bien sea con los ensayos fotográficos o los fotorreportajes, el objetivo es contar una historia y captar la atención del espectador.
Los trabajos reflexivos requieren más tiempo en su elaboración, hay un esfuerzo intelectual inherente, pero son muy pocos los que se aventuran en este compromiso social con las víctimas, con los hechos, con la historia.
Hay un mundo más allá de las redes sociales, espacios para la discusión, metraje para publicaciones y muros que sirven de lienzos para la contemplación. En fin, son espacios donde nuestras fotografías pueden confrontar al espectador en un diálogo íntimo.
Estos cuestionamientos buscan una noble solución al desenvolvimiento de este momento fotográfico. Ser un autor de imágenes representativo del tiempo que se vive, es un reto personal que marginalmente se integra a lo colectivo y logra ser parte de la solución social.
Photo by: Luis Cabrera ©