Se calientan los motores para una nueva contienda electoral en Venezuela. Varios asoman sus intenciones de participar como candidatos y el bombardeo de imágenes a través de sus redes sociales no se hace esperar.
De acuerdo a Milagros Socorro, la “campaña formidable” de Carlos Andrés Pérez de 1973, le dio un giro a las campañas políticas venezolanas. Esa fotografía de CAP en el momento de saltar un charco, de autor desconocido, y que guarda la Fundación Fotografía Urbana, marcó un hito en lo que respecta a la estética del político venezolano, a la estética del poder.
Caminar en zonas populares, besar mujeres de la tercera edad, cargar bebés, y tomar café dentro de un rancho, todo frente a las cómplices cámaras fotográficas. Es un combo propio de lo que proyecta el político venezolano promedio. Para algunos funciona, a otros los sepulta.
Muchos son los que adoptan esta estrategia para mercadear la esperanza, y convertirla en votos, en poder, a través de un cargo de elección popular. Es algo un poco cruel, pero así funciona en todos lados.
Sin embargo, el poder es incuestionable, existe, se manifiesta, se ejerce. En algunos personajes es incluso una especie de aura que lo rodea. En otros, es un traje de una medida errada, pero aun así lo usan. Indistintamente, esa investidura es reconocida por las masas, gracias a la institucionalización de la estética del poder en la captura y difusión de imágenes de aquellos personajes cuyos cargos lo ameritan.
Esta estética es producto de la fusión entre el arte de la teatralidad y las engrasadas maquinarias mediáticas. En un principio, cuando la creación y reproducción de imágenes fotográficas masificadas estaba en manos de los medios de comunicación tradicionales exclusivamente, los políticos (y sus equipos) conscientes de ello, preparaban las apariciones públicas para producir escenas que generasen el impacto deseado en el público.
En los últimos años, la omnipresencia de la fotografía (como acto), ha permitido que múltiples testigos presenciales puedan generar y difundir imágenes en un breve instante casi de manera simultánea, incorporando la inmediatez a la discusión, y por qué no, generando una estética desde el subjetivismo del “ojo silvestre”. Esto derrumba el monopolio visual al que estaban acostumbrados los medios de comunicación.
Los equipos comunicacionales de los políticos reaccionan a estos cambios incorporándose a las redes sociales, haciendo de la inmediatez una de sus herramientas. Aun así, entre sus filas cuentan con un fotoperiodista.
El fotoperiodista hoy se encuentra en un momento crucial, bajo los estigmas de la censura, acechado por los fantasmas de quienes subestiman el oficio, en el epicentro de la redefinición de la estética, y en una convivencia agridulce con la ubicuidad de la fotografía.
Es un actor político, lo quiera o no, lo perciba o no, pues es su óptica la que adosa veracidad a las escenas que frente a él se van construyendo. Y a esto es a lo que Wilson Prada llama la estética del simulacro, en la que la fotografía – directa o no – presenta una “falla de origen” pues proviene de una realidad cuidadosamente construida; es decir, una realidad ya ensayada. O por el contrario, el fotógrafo es capaz de desmontar esas realidades ensayadas como quien revela el secreto en el truco del mago, dejando en evidencia una farsa construida.
El ojo del fotoperiodista reacciona, estudia al sujeto (gestos, carácter, muecas), se adelanta a él previendo intuitivamente sus movimientos y así reconstruir la realidad con argumentos compositivos y semiológicos, moldeando al sujeto-líder, proyectándolo de esa forma en la memoria colectiva de la sociedad para así ser mercadeado, percibido, y recordado.
Estar consciente de como confluye el hecho fotográfico desde lo histórico, la línea editorial a la que se le reporta, y el criterio individual, hace del fotoperiodista un elemento activo en la nomenclatura de la estética del poder, y no un solo un oportuno testigo presencial con una cámara en la mano.
Photo by: Luis Cabrera ©