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Amor: Evolución

Por F.S. Ohedma

Traducido por Paola García

 

Recuerdo mordisquear, aún sin dientes, su dedo chueco y calloso, tratando con todas mis fuerzas de entender su propósito. La imagino sonriendo, mirándome hacia abajo, observando mi cuerpo rechoncho, agitado en sus brazos. El último de sus bebés con quien formar un lazo, la última oportunidad de hacer las cosas diferentes. Una herencia que ella no quería recibir, ni dar. El amor era instintivamente afectuoso y seguro y, sin embargo,  entreverado con una pena inexplicable, inextricable.

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Tenía seis años durante la primera Intifada. Vi a mi madre mirando fijamente la televisión, con los ojos enormes, las mejillas brillantes, el mentón goteando con lágrimas. Mis hermanos y yo la observábamos sin respirar, incapaces de comprender su dolor. Sentí sus lagrimas quemar mis ojos como ríos de ácido que explotaban en mis mejillas. Jamás supe que podía sentir el dolor de otra persona tan íntimamente. Mis entrañas se revolvían, se quemaban, se disolvían en un torrente de confusión. Descubrí que el amor era empatía y compasión, aunque no las conocía por sus nombres, tomar el dolor de los otros, y hacerlo propio.

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El amor desenfrenado era la ruina al acecho. Aprendí que el amor requiere reglas, regulaciones, parámetros. El amor, como todos los asuntos en la vida, era gobernado por fuerzas invisibles proscritas por Dios y por el hombre al igual. El amor homosexual era auto-aniquilación. Era indudablemente exhilarante –todo lo que siempre había querido—pero algo que nunca podría tener. El amor homosexual parecía ser dicotómico, una elección entre la felicidad o la vida, la familia o el abandono, oscilando entre el agua o el aire.

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Creí que el suicidio era un acto de amor. Era por amor a Dios y a mi familia que acabaría con mi vida. Tenía 19 años, un estudiante de segundo año en la universidad. Mis deseos sexuales eran innegables. Ansiaba ser tocado, abrazado, recibir permiso de quererme a mí mismo, pero sabía que sería pecado. Me convencí de que mis padres preferirían tener un hijo muerto que un hijo maricón.  Alineé siete botellas de pastillas y vacié sus contenidos en un coctel arcoíris, consciente de la ironía. Vertí las pastillas y cápsulas en mi mano, escuchándolas aferrarse rítmicamente, sintiéndolas pegarse entre ellas y a mi piel. No pensé. No quería pensar que el pecado del suicidio posiblemente pesaría más que el pecado de ser homosexual. Dios me perdonaría. Tenía que perdonarme, me dije.

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“Soy gay.” Las palabras escaparon de mi boca antes de que pudiera tragármelas. “Ya lo sé,” me dijo mi compañero de cuarto musulmán, “y eso no cambia nada. Te quiero por quien eres. Ya es hora que empieces a quererte a ti mismo como todos lo hacemos.” Tenía 23 años  cuando la innegable verdad se escabulló de mi ser. Estaba expuesto, la verdad a la intemperie, pero el mundo no se acabó. Mis amigos no me lincharon, ni me echaron de mi casa, ni me abandonaron. De hecho, admiraron mi fuerza y mi coraje. Si Dios me creó en mi mejor forma, entonces no cometió ningún error al crearme homosexual. Nací de esta manera, a pesar de lo que decían los imanes, a pesar de lo que mi familia creía. Soy bajito y fornido, de pelo negro, piel dorada, varón y homosexual. Soy perfectamente imperfecto. Merezco amor. Más importantemente, merezco vida.

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Nadé desnudo en sus ojos cerúleos desde el momento en que lo vi. Sentí mis entrañas agitarse de una forma completamente nueva. Me pregunté que veía cuando me miraba. Todas mis inseguridades retumbaron frente a mí, pero no me importó. Quería desnudarme frente a él de todas las maneras concebibles. Al remover su impactante belleza, me maravillé ante su sentido de sí mismo, sin remordimientos, su profundo entendimiento de la injusticia y su potente voluntad de cambiar el mundo. Cuando estoy cerca de él, me siento elevado. Estoy consciente de lo que puedo llegar a ser, volando sobre las nubes, y sin embargo, anclado al mundo. Él es la promesa de posibilidades infinitas expresada en soluciones pragmáticas. Le gustan de mí las cosas que a veces yo más odio, y cuando me miro a través de sus ojos, me enseña a seguir queriéndome.

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He aceptado que alterar mi historia no deshace mi verdad, no deshace el daño que ha sufrido mi psiquis, no me eleva ante los ojos de Dios o del mundo. Debo ser lo suficientemente valiente para mirar fijamente las verdades desagradables que percibo, entender su impacto en mis hábitos y comportamientos, quererme de la forma que debo quererme, y, muy despacio, cuidadosamente, soltar la esclavitud emocional que me ata al autodesprecio y al estancamiento sin trabas.

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