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Amparo bohorquez
Photo by: Christopher Adams ©

Amor Eterno

Corretean delante de mí tres niños regresando de la escuela, intuyo, por sus uniformes y mochilas. Muy pronto pasan también delante mío siguiéndoles el rastro y gritando instrucciones sus madres.

Ellas son dos. No les alcanzo a mirar las caras, pero el cuello tostado de una bajo los rizos me recuerda a una de mis amigas de primaria. Debe también tener mi edad.

Incluso a mis veinticinco, sigue viniendo a mi como una sorpresa el descubrimiento de que personas de mi generación ya tienen hijos e hijas.

Aunque a nivel global la tasa de natalidad ha ido a la baja, en México la mayoría apunta a una cultura de familias grandes y casas numerosas donde caben abuelos, padres e hijos, una generación tras otra en cuanto despunta apenas la pubertad de la anterior.

Entre los más adultos el chiste verde abunda, con los eufemismos para sexualidades, genitales, trabajadoras sexuales, virginidad… en contraposición con una educación sexual nula, vergonzosa de sí misma. Entre susurros, en las casas se enteran que las primas y hermanas mayores de pronto no les “llegó andrés”, “resultan panzonas” y después “se alivian”, quedándose en casa de sus padres con el causante de la extraña enfermedad y su “bendición”. Si no está el padre en sus vidas se les estampa con el derogativo término de “madre luchona”.

Se acepta esta realidad. Se ve venir.

La chica que vende crepas en la esquina tiene un novio un día. No pueden tener más de 16, él se baja del camión todavía con el uniforme de su escuela. Se dan besos largos, inmensos que duran tardes enteras, mientras se cocinan las crepas. A los pocos meses dejan de venir ambos. Los veo después de un tiempo, ella trae a un bebé en brazos, viene la madre de ella al lado de ambos. A nadie le sorprende.

“Amor eterno e inolvidable” clama la canción de Juan Gabriel que cada 10 de mayo suena en cada esquina para festejar a las madres. Irónicamente, es una de las celebraciones más enaltecidas en el país, que ama el imaginario de “La Madre” con suficiente pasión para que la segunda (quizá, hasta la primera) figura religiosa más adorada del país después de Jesucristo sea una, la Virgen de Guadalupe, la “madrecita”.

Al ir cumpliendo años veo cada vez más claramente la brecha entre amigas o conocidas que están teniendo hijos o ya los tuvieron, sin excepciones por accidente o falta de precaución, y las que aún no los tienen, ni planean tenerlos.

De mujer a mujer, de pronto ya no somos iguales. De pronto al tener un hijo o hija, su rol da un giro de 180 grados, y se vuelven madres, adultas, responsables de una vida más. Las expectativas de la sociedad para cumplir lo que se vuelve su función son brutales, sin importar lo que se da a cambio.

Trabajo, escuela, independencia, cosas que casi siempre se pierden, la renuncia en caso de tenerlas es casi esperada. Una y otra vez resultan las nuevas madres las que siguen un ciclo esperado, pero víctimas de este. Ninguna de ellas parece mejorar su perspectiva de vida, relegadas a detener sus vidas desde el embarazo. Las oportunidades de trabajo son escasas, las guarderías mexicanas gratuitas fallan constantemente en mantener un nivel decente, el precio en educación, vestido, comida y salud de un nuevo ser son casi insostenibles para una persona ganando el salario promedio del país.

Es difícil pensar en coincidencias, comparando el nivel educativo y social de ambos grupos. Está claro que las que tienen acceso a educación y nuevas perspectivas prefieren frenar o detener completamente este proceso, ¿y quién podría culparlas?

“Te enamoras cada día y te podría decir que lo amas más que a ti, pero a veces te dan ganas de aventarlo a un río” me confiesa con resignación una de ellas.

No hay forma de parar a una sociedad entera. Por lo mientras, cada 10 de mayo, les cantaremos a cada una de las mujeres que se han vuelto madres este año “Y aunque tengo tranquila mi conciencia, yo sé que pude haber yo hecho más por ti”.


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