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manny lopez
Photo by: Matthew Paul Argall ©

Amistades sobre ruedas

Sigo sin licencia de conducir, ni auto. Debiera sentirme prisionero, sin embargo, me siento tan libre. Mis nuevos amigos son los choferes de Uber y Lift. Nuestra relación dura esos minutos que les toma llevarme desde mi nuevo escondite a mi destino. Nuestras conversaciones comienzan cautelosas, pero luego de los primeros minutos tanteándonos, nos lanzamos de lleno. Conversamos sobre lo que estamos viviendo. El dichoso virus, la manipulación de los medios, ponernos o no ponernos la vacuna, y así…

La primera victima fue Bruce. Un americano sesentón. Me pasó a buscar un martes para llevarme al mercado. Hacía estrictamente un día de mi llegada. Me habló de las diferencias que existen entre las personas de las diferentes ciudades que forman parte del Treasure Coast. Serio me advirtió: “La gente de Fort Fierce son un poco “rough”. Las de Vero Beach, un poco “estiradas.” La conversación siguió con un tono más personal. Supe que cocina frijoles una vez por semana y luego los va acompañando con diferentes platos. Bucea por el Jetty Park de Fort Pierce. Repitió varias veces que vive solo. Semanas más tardes nos tropezamos. Me saludó y casual me dijo: “Manuel, de Nueva York, ¿cierto?”

Un sábado fui al Farmer’s Market de Fort Pierce. Luego de caminar un rato y almorzar pedí un Lift para ir al Publix. El APP decía que vendría un Ford pick-up rojo. En el portal del restaurant esperaba por el chófer. Nadie llegaba. Al cabo de un rato, oí a alguien gritando mi nombre. No era rojo su carro, ni un pick-up tampoco. Me dijo te reconocí por la foto. En la foto que todavía queda de mi tiempo en Nueva York, con abrigo, bufanda y un sombrero de pana que regalé al super del edificio antes de irme, no me parezco en nada a este veraniego Manuel. Entablamos una conversación que parecía no tenia fin. Al llegar al Publix, me dijo que podía esperarme. Cuando terminé mis compras allí estaba Chris. De repente se ha convertido en un tipo de ángel guardián. Le hago interminables preguntas. Me ha llevado desde la tintorería, a Staples cientos de veces, hasta ir a ver casas en los pueblos continuos. Han pasado semanas que he permanecido “indoors” y cuando nos volvemos a ver, pareciera que fuéramos amigos de años.

La única mujer que hasta la fecha me ha tocado era un poco estricta. Su nombre seguro era Linda o Dawn, en realidad no lo recuerdo. Desde que abrí la puerta para subirme a su auto, me leyó la cartilla. Con una mano en el timón y otra con un pomo de Purell me obligó a limpiarme las manos. Luego, dijo con voz autoritaria, tengo que bajar la ventanilla unas pulgadas por orden de la ley. Asombrado, acepté todas sus reglas para llevarme de mi casa a un Thrift Shop que terminó estando cerrado. No tuvimos conversaciones. Mientras ella manejaba yo observaba el mundo afuera desde mi ventanilla con unas pulgadas abierta. Al bajarme finalmente en un lugar que no recuerdo le agradecí y hasta me cuestioné luego mi actitud zen y complaciente de estos tiempos.

Donald, un americano de voz ronca y brazos velludos apareció una mañana que decidí irme hasta Vero Beach. Quería desconectarme, pasarme el día por ahí, callejeando. Me sentía un poco incómodo con Donald. Veía sus ojos brillantes por encima de la máscara espiándome mientras manejaba. Cuando íbamos por la A1A, pasamos un gigante cartel de la campaña de Trump/Biden y me preguntó: “¿Te gusta Donald Trump?” Me acomodé en el asiento y contesté: “No me gusta 100%, pero en noviembre votaré por él.” Se bajó su máscara azul celeste y volvió a preguntarme: “¿Por qué vas a votar por él si no te gusta lo suficiente?” Con esa certeza que siento dentro de mi dije: “Debo votar por alguno de los dos. Entonces mi voto será para el Donald. Además, vengo de un país que no tiene elecciones por mas de 60 años. Así es que mi derecho a votar es sagrado.” El silencio se apoderó del resto del viaje. Al llegar a mi destino en Vero Beach, este Donald ni volteó a desearme que pasará un buen día, como suelen hacer todos.

Estoy seguro de que he olvidado otras historias. Sé que vendrán muchas más, hasta que me ubique en mi próxima cueva. Lo interesante de estas amistades sobre ruedas es que no hay expectaciones. Cada vivencia es un regalo, unos mejores que otros, pero regalos al fin. Al final del trayecto, cada cuál regresa a su sitio. No existe la decepción. Nadie hiere a nadie.


Photo by: Matthew Paul Argall ©

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