En los albores de nuestra amistad, subimos juntos hasta Las Nubes, en las frías y verdes montañas de Coronado, al este de San José.
Nos habíamos conocido junto al mar, en la Reserva Natural Absoluta Cabo Blanco, bañada por nuestro amado Pacífico. Ahora nos encontrábamos en la montaña.
Formábamos un pequeño grupo de caminantes con deseos de hacer camino al andar: Coralia, poeta y cantora en la intimidad, Astrid, bióloga idealista y activista, José Pablo, ingeniero educador, con su sobrino, Gleice, aventurera brasileira, con su hija Ju, y yo, agradecido por su presencia en mi vida.
Desayunamos en la soda Santa Rita de Cascajal, ubicada en una casita de madera donde las señoras nos sirvieron “gallo pinto” riquísimo, con huevo, tortilla de queso y plátano maduro, además de café negro y “agua dulce” humeante (hecha con panela o rapadura de caña de azúcar) para calentar el alma.
Luego caminamos tranquilos entre potreros, fincas, montañas y nubes (estratos errantes venidos del Caribe) en dirección a Monserrat. Conforme avanzábamos, el bosque lluvioso se volvía cada vez más denso y virgen. Los potreros quedaban atrás.
De repente, entre dos paredones en la montaña, apareció el río Cascajal. Descendía puro y diáfano de la montaña. Bajamos del puente al pequeño playón junto al cauce. Allí nos dedicamos a brincar de piedra en piedra, a jugar al equilibrio al pasar por encima de troncos caídos, a sentir el agua fría en manos, brazos y rostro, a escalar rocas y rodear paredones hasta llegar a la cascada.
Frente a ésta, abrimos nuestros brazos y aguzamos nuestros sentidos. Escuchamos la voz de las aguas frescas al caer y continuar su curso sobre cauce ancestral. Contemplamos el verdor puro de la flora y el rojo ocre de la roca. Respiramos el aire fresco y límpido. Nos miramos. Nos sonreímos. Nos hicimos un poquito más amigues.