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daniel campos
Photo Credits: Brandon ©

Amigos para un emigrante

La pérdida del vínculo íntimo con viejos amigos es una de las experiencias más dolorosas para muchos emigrantes. Al pasar los años, mientras tu vida se desarrolla en otras tierras, cambia tu gente y cambiás vos. Vínculos afectivos que un día parecían sólidos se evaporan. Cuando regresás a tu ciudad, a menudo te sentís como un extraño. Por ello, cuando lográs conectar con personas afines y establecer amistades significativas, le agradecés a la Vida.

Recuerdo un miércoles cualquiera, hace varios años. Había venido a San José desde Nueva York y quería ir al cine Magaly, una sala clásica que muestra cine-arte. Llamé a los poquitos amigos que pensé que quizá se interesarían en ver Incendies (Denis Villeneuve, 2010). Ninguno quiso. Fui al Magaly de todos modos y me senté en la butaca en la que me he sentado siempre, desde mi adolescencia.

Desde el inicio me atrapó la trama de historias paralelas. Seguí ambas con atención. Y me avasallaron. Incendies muestra la historia de Nawal, una mujer que sobrevive la guerra civil del Líbano y se refugia en Canadá, y la de sus gemelos quebequenses, Janaan y Sarwan, que regresan al país de su madre para reconstruir su historia personal, un misterio para ellos. Conforme se desarrollaba la trama, se ponía cada vez más dura. La mujer emigrada cargaba en silencio un trauma asolador y sus hijos sólo lo descubrían al regresar al país de su madre. Mi cuerpo y corazón de emigrante se conmovían y anudaban de dolor.

Salí del cine callado, con la sensación de haber sobrevivido un ataque de morteros emocionales, como si hubiera estado afectivamente en el Líbano de Nawal. Ensimismado, crucé la calle para explorar el bar y espacio cultural El Observatorio. Entré por el largo pasillo. Al cruzármelas, miré a los ojos a dos muchachas que salían, una rubia alta y una morena bajita, pero no por ligar, sino por intentar reconocerlas. Desviaron la mirada. Como enajenado vi los cuadros de arte chatarra. Al fondo, en el salón oscuro y lleno de recovecos, había más meseros que clientes: en una mesa una pareja, en otra un pequeño grupo de amigos. Punto. Con los destellos de las pantallas que mostraban videos musicales intenté reconocer rasgos faciales en la oscuridad. No lo logré. Di media vuelta y salí.

Remonté la cuadra y de nuevo sin pensarlo entré en el bar La Esquina. Había más gente. En una mesa del fondo, un grupo grande de amigos y amigas tertuliaban con algarabía. Como si buscara a alguien, miré a todo el mundo en la barra, en las mesas, detrás de la barra. Pero yo no estaba fingiendo buscar. Inconscientemente buscaba, a pesar de saber que no conocería a nadie, ni nadie me conocería. De nuevo me di media vuelta y salí. Al caminar por las calles vacías, sentí extrañeza y soledad.

Pero la vida da giros, por dicha. Al final de Incendies hubo un poco de esperanza para la emigrante Nawal y sus hijos. La paz política e interior es posible, Insh’Allah. Desde que vi la película, mi vida de emigrante también ha cambiado. He podido pasar épocas más prolongadas en San José y crear nuevos vínculos afectivos y personales. He reencontrado amigos después de muchos años, incluso décadas, y he conocido a nuevas personas que han llegado a mi vida para enriquecerla.

En esta época de transiciones y reflexiones por el nuevo año, me propongo narrar algunos de esos (re)encuentros. Lo quiero hacer como agradecimiento a esas personas maravillosas que han bendecido mi vida y como gesto de solidaridad con toda mi gente venezolana, incluida la comunidad de ViceVersa Magazine, que está viviendo una diáspora migratoria muy dolorosa. A pesar de ello, como en Incendies, como en mi caso, hay esperanza.


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