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bernardita garcia
Photo Credits: craig Cloutier ©

Amigos de estacionamiento

Hi,” me saludó el hombre de pie en medio del lote de cemento. Lo observé batir una mano en el aire mientras la manga desabotonada de su camisa de franela se le arremangaba a la altura del codo. Con la otra sujetaba el skate, los contornos de la superficie de madera astillados por años de uso.

Lo miré sin decir nada. Seguí caminando por la calle, aún a varios metros de distancia. Eran las doce del día, la bruma del balneario de Santa Cruz ya se había disipado, el sol picaba sobre el cuero cabelludo. En pocos segundos evalué la situación y sus posibles alcances. El Toyota blanco, sacado del rent-a-car aquella misma mañana, figuraba en medio del estacionamiento, rodeado de ocho o diez adolescentes californianos con sus pantalones rotos y camisetas desteñidas encaramados en sus patinetas. PAH-PAH-PAF, sonaban las rueditas al chocar contra el pavimento. ¿Y si sigo de largo y vuelvo por el auto más tarde? Llegar hasta el vehículo parecía como intentar cruzar un campo minado.

“Hey…” insistió el tipo de la camisa de franela, cubriéndose los ojos con una mano en forma de visera. “¿Cómo estás?” Su piel tenía ese tono canela, típico de los surfistas locales.

“Estoy bien…” balbuceé. “¿Ustedes… qué tal?” pregunté lento, tratando de ganar tiempo para decidir qué hacer.

“Just chilling. You know. Disfrutando este hermoso día,” el tipo sonrió con sus dientes blancos y estiró los brazos hacia los costados con ese relajo con que ya había visto desenvolverse a otros habitantes de esta ciudad. Caminando descalzos por el downtown de Santa Cruz, tendidos plácidamente al sol junto a sus libros y perros en las esquinas, las personas aquí parecían vivir de una forma muy distinta a ese frenesí compulsivo que caracterizaba los locales al sur de California –donde junto a mi pareja habíamos vivido los últimos dos años.

Noté que dos skaters retozaban de espaldas sobre el maletero de mi auto. Llámenme prejuiciosa, pero decidí que no podía arriesgarme. En un esfuerzo económico considerable, Boris y yo habíamos rentado el vehículo para facilitar la búsqueda de un lugar dónde vivir en esta nueva ciudad, y pagar una tarifa extra por daños no estaba contemplado en nuestro presupuesto. Así que alteré mi trayectoria treinta grados a la derecha y me encaminé hacia el vehículo. “I just need to get to my car…” anuncié torpe al abrirme paso entre el grupo.

El tipo de la camisa me siguió unos pasos, podía verlo por el rabillo de mi ojo. “That’s cool. My name is Jimmy,” dijo finalmente, y extendió su mano hacia mí. “It’s VERY nice to meet you.” Hizo hincapié en “very”.

Tenía las pupilas color verde-agua, los hombros y músculos del cuello tonificados, los labios ligeramente curtidos por el sol. Alrededor de los ojos, unas pocas arrugas delataban que, a diferencia de los otros chicos, no se trataba de un adolescente. Lucía ese look medio desaliñado de los surfistas cuando alcanzan cierta edad: la piel hecha surcos producto de la sal y la arena, el pelo como descolorado por los rayos del sol.

Suspiré complicada. No podía dejar a mi interlocutor así, con la mano bailando en el aire. Criada a conciencia de los peligros propios de nuestros tiempos, sabía que ir por la vida saludando extraños no era una buena idea. Pero, por otro lado, ¿y si mi nuevo amigo se tomaba mi negativa como un insulto y reaccionaba de forma violenta? Tres décadas de vivir como mujer me habían enseñado que hay hombres, y en especial los norteamericanos, que no aceptan un “no” de buena gana. Nunca antes me habían llamado tantas veces “perra estúpida” como en los últimos años como estudiante extranjera. A diario, camino a la escuela, me había tocado ignorar a los conductores que, al yo rechazar el cariñoso “aventón” que me ofrecían, terminaban deshaciéndose en insultos y bocinazos.

¿No estaré exagerando? La mano estirada a medio metro de mí permanecía firme y segura en el aire. ¿Cómo voy a hacer amigos en esta ciudad si todo me parece una potencial amenaza? Buen punto. Habíamos venido a este balneario frente al mar entre bosques de secuoyas y acantilados, casitas de madera y sus pequeños pero muy cuidados huertos en sus antejardines, en busca de un cambio. Ya habíamos tenido suficiente de Riverside, esa costra hostil en medio del desierto en que aterrizamos en 2016, donde el exceso de calor sumía a las personas en un humor arisco, y lo más interesante que había para hacer los fines de semana –si no tenías auto –era internarse por los pasillos de un centro comercial. Así, a poco de yo graduarme, habíamos resuelto que Boris postularía a un programa de posgrado aquí, en Santa Cruz, la primera ciudad de Estados Unidos en aprobar legalmente el uso de la marihuana medicinal. Hogar de un famoso grupo de feministas que en los ‘80 lograron el exilio del concurso “Miss California” celebrado localmente desde 1920, Santa Cruz era conocida como una joya del progresismo americano, una cuna de mentes libres.

“Soy Berni,” sonreí finalmente, y estiré mi brazo también. El hombre me dio un apretón firme que intenté devolver de la misma manera. Al separarse nuestras manos, sentí la piel áspera y húmeda entre sus dedos. “It’s good to have you here”, me miró a los ojos y yo asentí, la respiración contenida. Entonces algo, llámenle un sexto sentido, me llevó a retroceder, convencida de que era urgente salir de allí a la brevedad. El encuentro había sido cordial, lo suficiente como para pensar que había hecho un nuevo amigo, pero una energía invisible, una señal de alarma que sólo yo podía captar, me puso inquieta, incómoda, como un antílope que detecta a un depredador agachado entre la hierba.

Abrí la puerta de mi auto, me apuré a entrar y encender el motor sin bajar las ventanas. El interior estaba seco y caliente. Miré por el espejo lateral, y vi que los chicos se hacían a un lado dejándome el camino libre. Giré el manubrio y eché a andar hacia atrás. Entonces, vi pasar por el retrovisor al tipo en su patineta: sonreía y, con una mano abierta en el aire, repetía “I’m sorry, I’m sorry, I’m sorry”. No sabía si podía verme también, pero en caso de que así fuera, tensé las mejillas y aparenté soltura mientras avancé lentamente hasta la salida del estacionamiento. Al llegar a la calle, pisé el acelerador y no miré hacia atrás hasta que estuve cuatro o cinco cuadras de distancia.

¿Y si el tipo me pasó algún tipo de droga extraña al darme al mano y ahora viene siguiéndome para asaltarme, llevarse el auto, violarme, asesinarme, tirar mi cuerpo al mar? Apenas terminaba de convencerme a mí misma de lo paranoico que sonaba todo esto, cuando me percaté de las náuseas y las punzadas a los costados de la cabeza. Bajé un poco el vidrio para que la brisa marina me refrescara la cara. Miré por el retrovisor y no vi a nadie, pero las manos me tiritaban y los párpados se me cerraban como persianas de metal. No podía ser cierto, ¿o sí? Estas cosas sólo pasan en las películas, o en Facebook. El pavimento bajo mis ruedas se sentía suave y resbaladizo. A los costados de la calle, las casitas y sus ventanales decorados con cartelitos que llamaban a votar por tal o cuál candidato, tal o cuál propuesta de ley, se diluían con la luz y formaban una estela larga, pálida y brillante. El corazón me daba portazos dentro del pecho. No me puedo dormir, no me puedo dormir. Apreté los ojos y presioné el pie en el acelerador: si iba a perder el conocimiento al volante, al menos tenía que ser lo más lejos posible de allí.

Al entrar en una rotonda, reconocí un edificio: se trataba del hotel Bay Front Inn. Había pasado por allí antes, recorriendo la ciudad por primera vez. Sabía que estaba a pocas cuadras de la playa. Me detuve frente a un cartel de NO PARKING y, con el motor del auto aún encendido, saqué el celular de mi mochila. Pensé en buscar la estación de policía más cercana, pero me detuve. ¿Qué pasa si creen que hice algo malo? ¿Y si piensan que fue mi culpa? Suena ridículo, ¿no? Un desconocido me había drogado sin mi consentimiento para seguirme y atacarme, y yo sólo podía pensar en qué porcentaje de culpabilidad me correspondía a mí. Pero, después de todo, yo había accedido a devolverle el saludo; yo había decidido internarme a rescatar mi auto; yo había elegido ese lugar para estacionarme. En una sociedad donde las mujeres somos formadas para estar siempre alerta, un hombre que ha planeado a conciencia y llevado a cabo un asalto no es el primero a quien se nos ocurre apuntar –ni siquiera nosotras mismas.

Pero había algo más. Me imaginé a mi misma en el cuartel, tratando de explicar a los oficiales en un inglés nervioso y defectuoso lo que había ocurrido. La paranoia es una condición inherente a la experiencia migrante. Aún con todos mis papeles en regla, sabía que mi condición de “latina” en el Estados Unidos de Donald Trump podía despertar desconfianza, incluso sospechas ante la veracidad de mis dichos. No sería la primera vez

Así, deseché la idea y busqué en mi celular el contacto de Boris. Intenté llamar, pero sabía que estaría en clases. Traté de escribirle, pero apenas podía apretar con precisión las teclas, así que resolví grabar un audio: “Mi amor… no me siento bien. Puede ser un ‘rollo’ mío, pero un tipo me dio la mano…” sonaba tan absurdo. Le indiqué con exactitud dónde me encontraba y, a sabiendas de que Boris no escucharía el mensaje a menos que fuera urgente, con torpeza tecleé: “Escucha… Es imPOStaNTE.”

Pasaron unos minutos. Abrí los ojos para mirar el retrovisor: creía que en cualquier momento vería a mi asaltante asomarse por la curva a mis espaldas. Tenía los pies dormidos y no sabía si podría coordinarlos lo suficiente como para manejar, pero tenía que hacer el esfuerzo, salir de allí y dirigirme hacia un lugar donde me sintiera más segura. Miré hacia el frente e intenté enfocar la mirada y concentrarme. Esto no me va a parar. Sentía apenas la vibración del motor atravesar la suela de mis zapatillas.

Me dirigí entonces al único lugar en Santa Cruz adonde había aprendido a llegar de memoria. Se trataba de un gran estacionamiento a cielo abierto y a pocos metros de la playa, justo frente al Santa Cruz Beach Boardwalk, un antiguo parque de diversiones construido en 1907, el más viejo de California. Allí habíamos pasado con Boris hacía tan sólo una semana nuestra primera tarde de domingo en Santa Cruz, paseando de la mano y dando sorbitos a nuestros cafés helados, la puesta de sol a lo lejos y los carritos de la montaña rusa volando a toda velocidad sobre nuestras cabezas. Habíamos sonreído, torpes y entusiastas, al mirarnos y pensar que al fin habíamos encontrado lo que buscábamos.

Aparqué, apagué el motor y bajé las ventanas. A mi alrededor, decenas de vehículos detenidos se esparcían por el gran estacionamiento. La gente iba y venía con la brisa en el pelo y la ropa. Si mi atacante buscaba privacidad para llevar a cabo su embestida, no la encontraría en ese lugar.

Busqué en mi mochila un tupperware con atún que traía para el almuerzo. Aún acogía la esperanza de que todo se tratase de un malentendido, ¿una baja de azúcar tal vez? Mientras el pescado se me apelmazaba sobre la lengua, traté de recordar la última ocasión en que me había sentido así. No soy propensa a los desmayos, y aunque sí sufro de jaquecas, los episodios suelen evolucionar lentamente, nunca de golpe como había ocurrido. Tenía la sensación de estar cayendo al vacío, las extremidades como bloques de cemento. Estúpida, estúpida, estúpida, estúpida. Me invadió una frustración profunda, una decepción triste y abrumante. No había sido capaz de cuidarme a mí misma. Había olvidado la regla principal: no importa si se trata de una isla en el Pacífico o el estado más adinerado del país más primermundista, para nosotras la seguridad es una ilusión.

Quería echarme a llorar, pero el viento que entraba por mi ventana me secaba las pestañas humedecidas. Poco a poco, como mecida por la marea, me fui quedando dormida. Desperté casi una hora después con el celular vibrando debajo de mi muslo, la fotografía de Boris parpadeando intermitente en la pantalla. “Estoy bien,” contesté.

A la mañana siguiente, aún en pijama y sentada frente a un tazón de café, grabé un audio de Whatsapp largo y detallado en el que describía a mis amigas lo que había ocurrido. Quería que supieran anticiparse si una situación así se les presentaba. Después de todo, las redes sociales ya daban cuenta de que este tipo de eventos eran, en varios países, cada vez más comunes. En pocos minutos recibí decenas de mensajes de apoyo y mucho amor. Aunque ninguna de mis amigas había vivido algo así en carne propia, todas estaban de una forma u otra familiarizadas con la experiencia: “le pasó a una amiga de mi mamá” o “conozco a una chica de mi universidad que vivió algo parecido”, contaban. Con la mejor de las intenciones, algunas escribían “qué suerte que no pasó a peores.” Yo, por supuesto, entendía de dónde venía esa sensación de alivio –ser víctima de un intento de acoso es, claramente, menos terrible que sufrir un asalto, una violación, un asesinato –pero no podía dejar de pensar: qué mierda que ‘ser suertuda’ signifique no estar muerta, solo aterrorizada.

“¿Estás segura de que no fue un ataque de pánico?” me preguntó entonces una de mis amigas. A continuación, me relató un episodio en que, caminando por las calles oscuras de un pueblo en México, un tipo la había seguido durante varias cuadras. Ante la sensación de amenaza, su cuerpo había manifestado síntomas similares a los que yo había experimentado el día anterior: náuseas, sudores, palpitación, dolor de cabeza. Tras diez o quince minutos escondida en un bar, su malestar se había desvanecido. Ella, sin embargo, estaba segura de que el hombre no la había tocado, por lo que la posibilidad de un traspaso de sustancias le parecía improbable. Creía que la sensación de agobio había sido producto de su propia adrenalina.

Me quedé pensando. ¿Podía ser el ataque de pánico una posibilidad? ¿Había estado todo en mi cabeza? La impresión de peligro, el vértigo producido por una necesidad primaria de sobrevivir, ¿acaso los había imaginado?

Frenética, corrí a sentarme frente al laptop. Abrí Google y tecleé: “droga… por contacto… de piel”, en español. El resultado fue un torrente vertiginoso de información contradictoria. Decenas de artículos en cuyos encabezados aparecía la palabra “burundanga”, la famosa droga que en Latinoamérica es usada por los agresores para anular la voluntad de sus víctimas. Probé de nuevo, esta vez en inglés: “drug… absortion through skin.” La mayoría de los links relacionados se referían al popular opiáceo “fentanyl”, un analgésico altamente tóxico que, en 2017 y según reportes en la prensa, casi había matado a un policía en Ohio que había tocado la substancia durante un decomiso. Encontré, también, decenas de foros en ambos idiomas con testimonios de mujeres que habían sido asaltadas o abusadas, y que no recordaban cómo había ocurrido, además de varias entrevistas a especialistas –policías y médicos, todos HOMBRES –que aseguraban que la intoxicación por contacto “no era real.” Un descorazonador artículo argentino firmado por un tal Cristian señalaba, incluso, que la mejor forma de manejar este tipo de situaciones era con “una justa dosis de escepticismo, sazonada con algo de sentido común y el agregado de certera información”. Estábamos todas locas.

Sé, perfectamente, cómo me sentí ese día. Sé que mi piel tocó la piel de otra persona, y que aquello fue lo único que ocurrió fuera de lo común. Sé que no fue una baja de azúcar ni un episodio producto del stress. Sé que las circunstancias me hacían un blanco perfecto. Pero sé, también, que cuando cuente esta historia en público, nada de esto importará. Casi puedo oír a los escépticos: “¿por qué no fuiste a la policía?” o “¿acaso te hiciste un examen de sangre?” Para ellos seré, incuestionablemente, una víctima de mi cabeza: una “histérica” –como solía la ciencia llamar a las mujeres antaño que manifestaban comportamientos incompatibles con la figura de la buena esposa y la eficiente dueña de casa. Al parecer somos incapaces de entender y reconocer nuestros propios cuerpos. Una vez más, somos nosotras las deficientes, no el hecho de que vivamos en un mundo donde el terror a caminar solas es tan grande que puede conducir a nuestros cerebros a experimentar un ataque de pánico.

Pero yo tengo pruebas.

Mi prueba es que para la próxima no lo pensaré dos veces. Aceleraré el paso y seguiré de largo, y dejaré atrás el vehículo sin importar cuánto me cobre después el rent-a-car por las abolladuras y los rayados.

Mi prueba es que nunca volveré a tocar la mano de alguien que no conozco.

Mi prueba es que desconfiaré de cada hombre que se me cruce.

Mi prueba es que ya no intentaré hacer nuevos amigos en los estacionamientos.

Mi prueba es que cuando otra mujer decida compartir conmigo una historia similar, no haré preguntas ni pediré detalles. La escucharé atenta y asentiré fraternal. A ver si por un segundo el silencio nos hace sentir otra vez en control de nuestros cuerpos y sus manifestaciones –nuestras pruebas más irrefutables.


Photo Credits: craig Cloutier ©

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hachedete
hachedete
5 years ago

Gutsy y excelentemente escrito. Cinematográfico. Solidaridad y felicitaciones.

Verónica Jimenez-Abt
Verónica Jimenez-Abt
5 years ago

Excelente narración. Me sentí, con temor,parte de ella. Muy bien es crita.

Maria Antonieta Campos
Maria Antonieta Campos
5 years ago

Eres valiente al relatar tu historia. Gracias.
El problema no es si hubo droga o no, el problema es que una mujer no se sienta segura al recoger su auto en un parqueo solitario. Luz y amor al mundo.

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