Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Alta cultura: La eternidad y los padres fundadores

Los desvelos de tantos pensadores por la pérdida cultural, lenguaje y valores, expuestos en dolorosos artículos, ensayos y polémicas, suman la crítica social al desasosiego personal. La resonancia excede a sus coetáneos. La inquietud de novelistas, como Vargas Llosa, Robert Walser o Juan Villoro, y pensadores como Alain Rouquie, Sean O’Hagan o Lawrence Harrison, abrazan la época con similar desconsuelo. Nos confrontan con el estatuto de los intelectuales. El gran aura que rodeaba a Tolstoi o Romain Rolland, y todavía reverberaba en Sartre o en Foucault, no cesa de apagarse. Insiste la carencia contemporánea de un Olimpo, pero este melancolico final de los “clérigos” abruma la visión, relativiza los criterios del arte, y socava la honra del reconocimiento tradicional. La sorpresa de llegar al cielo y descubrir que no existe es solo una paradoja privada de muchos laureados, más importante es la dimensión de su desencanto. En el frondoso y recordado debate de Gilles Lipovetsky con Vargas Llosa sobre la cultura del espectáculo, se renovaron vacilaciones que suscitan una involuntaria afinidad entre ambos polemistas. No desconocen que la pluralidad que disgrega y frivoliza la cultura disminuye las tentaciones totalitarias de las ideologías, y que la alta cultura no había soslayado los impulsos más oscuros. La observación de Walter Benjamín : “ todo hecho de cultura implica uno de barbarie”, no fue obviada en esta controversia. Lo curioso, lo notable, es que la nostalgia por la alta cultura persista y atraviese toda una generación. Ese sentimiento merece analizarse.

Vargas Llosa sabe que la creación cultural se hizo en la modernidad contra los padres. El es biográficamente un ejemplo (“ no hubiera podido escribir sino contra mi padre” había afirmado), pero actualmente demanda la vigencia de los “padres fundadores” de la cultura. Ese ciclo es normal, es necesario tener padres para ejercer un parricidio cultural. Su caso es proverbial, y no en vano cita profusamente a T.S.Eliot. Aparte de la común simpatía por la alta cultura, mantiene otras afinidades con ese poeta que hacía suyo el destino de Europa. Eliot es unos de los escritores “ingleses” originarios de América, como Henry James y Ezra Pound; como el primero, idealizaba candorosamente Inglaterra, como el segundo, enaltecía el origen de Occidente. El riesgo de esos amores fue el fascismo que atrapó a Pound, pero que para Eliot implicó sólo nostalgia por una Europa perdida. Solía intensificar ocasionalmente esa preocupación, celoso por desmentir su plebeyo origen americano. Apenas terminada la segunda guerra, lo enfervorizaba preservar los clásicos, volver a la Roma eterna (antes de la guerra no lo había preocupado tanto), y siendo americano terminó más papista que el papa en su defensa de Europa. Obviamente, la afinidad no es ideológica en Vargas Llosa, solo de un americano cosmopolita que después de adoptar la rica herencia de ultramar termina defendiendo con fervor esos orígenes, un brumoso legado indisociable de la exclusión. El cronista de ese viejo desgarramiento en el siglo XX puede advertirlo en la inocencia ilustrada de Victoria Ocampo cuando defendía en sus cartas a Driu La Rochelle o Brasillach antes del fin de la segunda guerra, y la melancolía irredimible de Stefan Zweig antes de su comienzo.

Lo cierto es que la alta cultura tenía ecos desiguales, no “humanizaba” ni incluía todos los matices, no era genuinamente “Universal”, y en ocasiones fue activamente destructiva: la exposición nazi sobre “arte degenerado” se hizo en defensa de la “alta cultura”; otra vasta “alta cultura” de izquierda encubrió largamente los crímenes del gulag. Los intelectuales que alentaron los totalitarismos también eran de “alta cultura” (más proclives al error que la gente modesta, afirmaba T. Todorov). ¿Cuántos fueron afectados por el Síndrome de Syracusa que inauguró Platón y heredó Heidegger con plenitud? Puede recordarse que la invasión nazi a Rusia se hizo en nombre de “la alta cultura” contra la barbarie asiática (algunas novelas de Sandor Marai lo aventuran con transparencia). Cada cual cuenta la feria según le fue en ella, y no es fácil enaltecer valores excluyentes. La alta cultura invoca siempre el origen (“En mi final está mi principio”, se exaltaba Eliot con Virgilio) y evita la diversidad. Seguir descendiendo tenazmente de los griegos, en un planeta que ya incorporó las culturas asiáticas y africanas, disminuye el horizonte de la experiencia humana.

El pasaje de “la cultura “(genérico equivalente a la “alta cultura” ) a la parcialidad de “la cultura africana” ,” la cultura chicana”, “la cultura del pop” , “del comic”, “la cultura posmoderna” o de “la ilustración”, deriva de una breve articulación. Es la reposición de un genitivo: “cultura de”, en vez del término absoluto “la cultura”. Este último sustantivaba, sacralizando el concepto, lo convertía en valor inefable, lanzado hacia la trascendencia; era el papel de la religión antes que la Ilustración desplazase esos ideales. Algunos términos sustantivados: “cultura”, “sociedad”, “saber”, en vez de “cultura de”, “sociedad de” o “saber de”, procuran siempre un imperio. Sirven a la idealización totalitaria. Postulan el absoluto.

Ambas “culturas” desembocan siempre en mitos, pero los mitos del genitivo, disgregados y plurales, son siempre más inofensivos que los únicos y totales del sustantivo. Dicha pluralidad, por supuesto, debilita la jerarquía, desvanece el peso de los padres fundadores. Al disolver la memoria única puede resultar equivalente el Egeo con el Titicaca, Vallejos con Eliot, Proust con Felisberto Hernández, Joyce con Lezama Lima, Nietzsche con Whitman. La mezcla, mestizaje imprevisto, nunca es mala. Esa disolución de los orígenes, que afectaba tanto a T.S.Eliot y que todavía desvela hoy a Vargas Llosa, es la transformación del tiempo cuando desaparecen los padres. Sin duda, antes que desaparezcan es mejor tenerlos, solamente se puede matar lo que se ha tenido. Si no hay padres siempre habrá padrastros (como tantos comics y films que trasladan dramas originales de la literatura, como tanto cine coreano, turco, irani o Israelí que retoman pasiones sobreseídas en occidente). El goce del lector solitario que se empeñaba en el Ulises quizás no vuelva, pero tampoco la misteriosa lectura de la biblia anterior a la imprenta es una experiencia recuperable. Nada puede evitar leyes del placer y la memoria. Los clásicos, como aquella lectura, según Borges, donde nada es contingente y todo es necesario, tiende a evaporarse junto con otras formas de lo sagrado. La historicidad propia cuesta la mortalidad de los padres.

Es curioso el poder de un genitivo: si se es “padre de”, también se es “hijo de”, pero cuando se es “el padre”, a secas, se pertenece a la eternidad, así como “la cultura” a secas reclama lo intemporal. La caída de los padres fundadores desbanda y reordena los linajes y el tiempo. La rememoración por Vargas Llosa o Kazuo Ishiguro de las lecturas de infancia y juventud, despliega la nostalgia de muchos, y su agudo deseo de pasado. Es el anhelo de alargar el tiempo breve de las generaciones, algo que alivie la fugacidad de una época cuya prospectiva se acorta mientras siguen mutando los archivos.

Hey you,
¿nos brindas un café?