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Alejandro Varderi

Un almuerzo japonés (fragmento de novela)

El camarero se acercó a preguntarles si estaban listas para pedir, pero ellas todavía no habían siquiera mirado el menú, aun cuando ya sabían lo que querían. Sin embargo solicitaron unos minutos más, tal vez para no hacer tan violento el paso de la reflexión individual a la exaltación colectiva, distintivo de sus encuentros a través de los años. Y aunque ya no fueran ni las adolescentes ni las jóvenes dejadas atrás en un pretérito cada vez más lejano, siempre listas a hacer de cualquier reunión una fiesta, todavía mantenían el espíritu alerta y avispado que desplegaron en incontables celebraciones antes y después de matrimonios maquinados a la vera de festejos, comidas, salidas y viajes.

Legítimas representantes entonces de una Venezuela pujante pero sobria, divertida pero temerosa de dios, atrevida pero respetuosa hacia el prójimo, que era lo único dable de sostener ahora como ilusión de rectitud y honestidad, sobre la cual podría, llegado el momento, labrarse un porvenir más luminoso para las generaciones creciendo en esta coyuntura, tan desviada del camino trazado por quienes la habían fundado. Próceres, respirando aún hoy desde las páginas de los libros de historia, que desafortunadamente pocos pueden leer hoy con atención, dado lo difícil de sortear el cúmulo creciente de obstáculos, contratiempos y adversidades a fin de seguir avanzando por el lodazal en que se ha transformado la nación.

—¿Van a ir a la marcha del sábado?

—Justo me estuve preguntando ayer si debía participar o no, Carmen Luisa, y he decidido más bien quedarme esta vez rezagada, porque no veo cómo un grupo de mujeres va a poder cambiar la decisión unilateral del gobierno y lograr que se realice el Revocatorio contra el usurpador de Miraflores.

—Tampoco yo. Y ya saben la cantidad de veces que he salido a manifestar en pro de la democracia a lo largo de estos diecisiete años.

—Comprendo el desengaño y cansancio de ustedes, pero no podemos retirarnos ahora cuando el país experimenta su peor crisis desde el final de las gestas independentistas y las subsecuentes guerras civiles. De lo contrario, vamos a terminar como los cubanos de ambos lados: sentados en el malecón habanero o en la playa mayamera esperando que algún superhombre acabe con la dictadura.

—Te entiendo pero, desgraciadamente, no es momento para héroes sino para antihéroes. ¡Y aquí es donde entramos nosotras!

—Pues si están pensando en salir a la calle con el cuchillo de cocina para enfrentar a las fuerzas opresoras, dudo que lleguen muy lejos.

—No, Ana Cristina. Ya sabemos que acabar con esto por la fuerza es una utopía. Pero necesitamos seguir ejerciendo presión para no terminar de darle al gobierno el control de todos los espacios.

—Tú lo has dicho, Laurita, “terminar de darle”; porque son ya poquísimos los que quedan libres de intrusiones estatales. Y con una divisa sin poder adquisitivo alguno, ni siquiera localmente, cómo hacer para mantener alzados los ánimos de los venezolanos, cuando más de la mitad no saben qué van a comer mañana.

En eso llegó la tabla de sushi y sashimi, los camarones tempura, el arroz integral y la ensalada de algas marinas, que el camarero dispuso graciosamente sobre la mesa y las tres se quedaron mirando, cual si el hombre hubiera instalado un campo minado frente a ellas.

—¿Y cómo ven la posibilidad de que deje Miami definitivamente y regrese a batallar con ustedes?

—Justo Ana Cristina y yo nos lo estábamos preguntando esta mañana. Y, de cualquier manera, las intenciones, estés donde estés, siempre serán buenas.

—Gracias queridas. Como que lo único nuestro todavía son las intenciones.

—Buenas intenciones no nos faltan, ni a nosotras ni, sobre todo, a quienes, pese a su rol hasta cierto punto marginal en nuestra sociedad, están en la línea de fuego defendiendo la democracia, exigiendo la liberación de los presos políticos y atacando públicamente al gobierno, con riesgo de la propia integridad física y mental.

—Cierto, Laurita. Con mi comadre lo comentábamos el otro día. Es increíble la cantidad de mujeres y estudiantes arriesgándose hoy en las calles y los medios de comunicación, para revertir el signo tan tenebroso que le han impreso a nuestra tierra los políticos, fundamentalmente hombres, y contra los cuales pocos son los varones hechos y derechos haciéndoles frente.

—Cuando son ellos mismos quienes, si cambian las cosas, serán los primeros en apropiarse del triunfo y silenciarnos al resto.

—De esto no hay ninguna duda, Laurita porque, si nos ponemos a ver, cuántas gobernaciones y alcaldías opositoras están en manos de nosotras, me pregunto.

—Muy pocas.

—Así es, Ana Cristina. Por eso no podemos dejar de apoyar la marcha del sábado.

—Laurita tiene razón. Sugiero que nos reunamos temprano en mi casa y de ahí salgamos.

Carmen Luisa acompañó estas palabras con un pedazo de sashimi, firmemente emplazado entre los palitos que habían quedado suspendidos en el aire, llevándoselo seguidamente a la boca; señal para las tres amigas empezar a comer y deshacerse momentáneamente de las culpas e inseguridades propias de quienes, como ellas, poco tenían por ganar pero mucho por perder. Porque, aun cuando no tuvieran necesidad de sacudir calles y avenidas en busca del sustento diario, sí vivían como el resto de la nación con la espada de Damocles balanceándose sobre sus cabezas o, mejor dicho, con las pistolas criminales ondeando al viento de sus más secretas angustias.

—Aunque estemos almorzando, no puedo dejar de contarles lo que le pasó a la asistente de Pablo Luis en la avenida Libertador a la altura de la avenida principal del Bosque.

—¿Qué le pasó Laurita?

—Pues que en esa zona siempre había un señor en silla de ruedas pidiendo caridad.

—Lo recuerdo. Varias veces me paré a darle algunos billetes.

—Fíjate, Carmen Luisa, yo también pensé que era ese pero no: era otro, según me contó la muchacha, aunque no se dio cuenta hasta…

—¿Hasta?…

— Hasta que abrió unos centímetros la ventanilla para darle dinero y, en eso, el hombre le metió una rata dentro del carro.

—¡Qué espanto!

—Por supuesto, la rata estaba más asustada que ella y empezó a saltar de un lado a otro.

—No quiero ni imaginarme cómo me habría sentido yo. Solo de pensarlo se me atraganta el sushi.

—La chica, lógicamente, salió disparada gritando y el hombre aprovechó para levantarse de la silla de ruedas y robarle el carro.

“¡Qué espanto!”, volvió a repetir Carmen Luisa, sin soltar un camarón tempura, igualmente firme entre sus palitos. Ana Cristina soltó los suyos y corrió al baño a refrescarse la cara y las ideas. Mucho había ocurrido en las últimas veinticuatro horas y aún no lo había procesado completamente. Algo natural, pues era lo lógico de vivir en Caracas: siempre en un corre, corre por una razón u otra y sin bajar nunca la guardia, porque entonces sí que se le voltearía el mundo. De hecho, en momentos de tanta tensión añoraba, paradójicamente, la tranquilidad neoyorkina y, si la apuraban demasiado, seguro que hasta en Tokio la vida era más sosegada o, al menos, predecible.

“Me pregunto cuándo recuperaremos la normalidad”, masculló para sí, volviendo a colocar en su lugar unos rizos rebeldes. Un deseo aflorando en las bocas de todos, independientemente de la filiación política, pues los males atenazando hoy al país se repartían equitativamente entre quienes estaban tanto a favor como en contra del sistema. Solo había que fijarse en la multitud aguardando en la cola frente a un supermercado, una farmacia, una oficina pública para advertir la misma desesperación en los rostros, aun cuando marcharan en el bando opuesto durante las manifestaciones, por lo demás, empequeñeciéndose paulatinamente, ante el cansancio generalizado, tras pasar horas desplazándose y negociando a fin de hacerse con lo más esencial.

“Es la maniobra del poder: convertirnos en un pueblo de parias mendigándole los mendrugos para seguir sobreviviendo”, concluyó, regresando a la mesa donde Laurita y Carmen Luisa estrenaban el tercer Martini de la tarde.

—Te pedimos otro porque el tuyo estaba muy aguado.

—Gracias queridas. Lo voy a necesitar.

—¡Cierto! Se nos había olvidado que esta tarde tienes rendez-vous con el hombre.

—Si no hay ningún otro contratiempo.

—Tal como están aquí las cosas, lo raro es que no los haya y una logre cumplir con lo programado para el día.

—Un milagro ciertamente y, sobre todo, conseguir volver sana y salva a casa.

El camarero regresó con la carta de los postres, transándose ellas por un helado de té verde con tres cucharitas y dos cafés, porque Carmen Luisa había dejado de tomarlo desde que en Miami se acostumbró al cubano, aunque no les dijo nada a las amigas a fin de no herir susceptibilidades. Pero de cualquier manera el pensamiento de cambiarlo por un negrito vernáculo seguía rondándole la cabeza. Si se decidía, de refilón empezaría los trámites de divorcio que, obviamente, le exigirían el pago de los gastos y el desembolso de una buena cantidad para el hombre. Pero, ¿no valía acaso la pena el disgusto con tal de retomar su libertad y ayudar a Venezuela a conseguir la suya?

En eso estaba cuando le entró un mensaje del susodicho comunicándole sus planes de viaje con unos amigos a Las Vegas y que no se apurara en volver. “A la larga, me saldrá más barato divorciarme en vez de seguir manteniéndolo”, especuló, temiendo las sumas que probablemente perdería en los casinos, además de los gastos por concepto de viajes, hoteles, compras y otros etcéteras donde no deseaba ahondar demasiado, pues entonces sí que lo despacharía ipso facto.

—Bueno, la compañía es muy grata pero las voy a dejar. Quiero ir a empolvarme la nariz antes de ver a Troy.

—Nosotras también nos vamos, ¿verdad Laurita?

—Sí. Esta noche vienen unos clientes de mi marido a comer y necesito hacer algunas diligencias. ¿Y tú, Carmen Luisa?

—Regresaré a casa para terminar de desempacar y recibir a mis hijos que pasarán más tarde.

—No se olviden que el domingo, después de la marcha, he invitado a algunas amigas del colegio a casa para reunirnos y recordar viejos tiempos.

—A quiénes invitaste, Laurita.

—¡Sorpresa!

Dando por concluido el almuerzo, cada quien siguió su camino, dejando en el restaurante una estela de pasos, conversaciones y gestos lanzados al caudal de la tarde. Tarde típicamente caraqueña, con el sol iluminando el contorno de las edificaciones y la vegetación abriéndose al calor del trópico, nunca lo suficientemente espléndido sin embargo para opacar la belleza de aquel valle, majestuoso pese a las continuas intervenciones, desacralizaciones y destrucciones por calles, plazas y avenidas. Aún el bramido del tráfico, las incongruencias en señalizaciones y avisos, la anarquía de peatones y motorizados, el desconcierto general exacerbándose a lo largo y ancho del mismo, tenían el sabor entrañable de lo propio, pues las ocurrencias de cada una se imbricaban intrínsecamente al discurrir de sus ciclos y sus estaciones. De la lluvia a la sequía, del calor diurno al frescor nocturno, de la garúa matinal a la neblina tardía, el flujo de aquellas existencias latía con el paisaje, transformándolo en una prolongación de los amores y humores particulares. Por eso, en tanto más acorralaba la represión a la gente, mayor gusto encontraban ellas en investigar, encontrar, probar, disfrutar los flashes placenteros escurriéndose entre los intersticios del vivir dentro de un país en descomposición.

Carmen Luisa salió la primera, enfilando hacia la autopista, predeciblemente colapsada, y prendió el radio para hacerse con el tumulto de locutores, anunciantes e intervalos musicales igualmente predecibles a esa hora, pero que si en el pasado la habían enervado, ahora la  energizaban con su chispa criolla, imposible de reproducir en las vías del vecino del Norte, donde no terminaba de encontrarse pese a estar mejor señalizadas y mantenidas

Laurita la siguió por el mismo camino aunque en dirección contraria. Iba a recoger encargos de comida y bebida para la cena de hoy que, sabía, iba a ser un éxito como todo lo suyo, porque nada se le escapaba ni quedaba abandonado al azar. Sus jornadas tenían el armazón estructural de un bunker; a prueba de bombas y proyectiles fraguaba sus días, con lo cual los imprevistos difícilmente lograban colarse y trastornarlo, aun cuando más allá de su radio vital el desbarajuste fuese a todas vistas antológico. Una capacidad, la suya, de síntesis y resiliencia, admirable en quien tantos obstáculos había debido superar. Enfermedades, agonías, fallecimientos, reveses económicos, demandas testamentarias, humillaciones gratuitas constituían el rosario de contrariedades que, no obstante, sirvieron para cincelarla al fuego de una disciplina inquebrantable, dando hoy sus jugosos frutos en mitad de aquel huerto desolado.

Ana Cristina abandonó el estacionamiento la última pero llegó a su destino la primera. Y no solo por vivir a pocas cuadras del restaurante, sino porque esta había sido siempre la tónica del trato con las otras dos amigas. Y es que a pesar de ser la menos cerebral y atrevida, vivir by the book, tal cual apuntaba Gonzalito, había tenido sus ventajas. Nunca fuera de tono, jamás sedienta de aventuras, de ningún modo llevando la voz cantante, en absoluto calculadora ni resabida, resultó ser la más aventajada y quien ultimadamente movía la tradición de aquellos encuentros, ya fuera en Caracas o Nueva York donde también procuraba encender la lozana chispa de sus tertulias. De hecho pensaba aprovechar otra oportunidad “para encapillarse”, tal cual le gustaba señalarles, la próxima vez que los azares del destino las hiciera coincidir allí y organizar una cenita en su casa, a prolongar hasta altas horas de la madrugada cuando, aletargadas por los tragos y la conversación, se quedarían dormidas sobre los sofás con una sonrisa impresa en los rostros.

Emplazada entonces en el lugar más tangible, Ana Cristina, apenas repuesta del almuerzo, volvió a sumergirse en el embravecido mar urbano y dejó que las corrientes la remolcasen hasta el hotel donde ya Troy aguardaba impaciente.

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