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Willy Wong
Photo Credits: Manel ©

El alma teñida de intensidad

Candelaria, nombre de virgen y pequeños luceros que destellan cuando la noche abruma. La conocí hace casi treinta años en Magdalena, un barrio costero peruano. Pequeña ciudad con aires frescos, aromas húmedos y transeúntes que deliberaban su identidad distrital entre una zona de bajo perfil y una con abolengo (el afamado San Isidro). Estaba ella en la cocina de una casa escondida, de esas que se ocultan en la parte posterior de las bellas edificaciones del jirón Trujillo. Planchaba con ahínco y naturaleza muerta, sin prestar atención a su alrededor. Era la persona de servicio que ayudaba a mis adolescentes primos hermanos en los quehaceres de un hogar en donde el algarabío, la revolución y la locura se entremezclaban con las abundantes nubes de Magdalena. Recuerdo que respondió a mi saludo fijando aún más sus ojos en la camisa que estiraba, con rapidez cortante y tono plano. Fue como una oración que brotaba de una muñeca robot que escupía sonidos al apretarle el pecho. Los adornos en su comunicación eran inexistentes, pero su eficiencia y fuerza, casi desconocidas para este mundo. Su mente se estremecía con la realidad y brillaba con la fantasía, su labor se erguía con la premura y el silencioso deseo de un descubrimiento.

Una tarde de verano, de esos que sofocan en la desértica Lima, mi madre requería apoyo en su cálida y lejana morada “molinense”, y qué mejor si éste provenía de Candelaria. Había emigrado con sus servicios efectivos a otros lares, pues mis familiares estaban ya dispersos buscando destino como adultos burgueses. Una llamada de mujer a mujer la trajo de nuevo a nuestro círculo y, como hacía casi diez años, la volví a ver de pie, con una herramienta en mano tratando de alisar una camisa, esta vez mía. Inmutable y laboriosa, era nuevamente ella, ese ser que detestaba una conversación bilateral directa. La que ahora laboraba en nuestra vivienda junto con sus monólogos, sollozos y risotadas invisibles que, si bien me asustaron, luego me mostraron la barbarie de su mundo. Era ella una sobreviviente del terrorismo. Cuando joven, los senderistas irrumpieron sus tierras. Murieron prójimos, desaparecieron bienes, volaron la paz. Candelaria huyó de Ayacucho, bajo las estrellas y a paso firme. Cuenta su historia que llegó a la capital desprovista de todo y a pie. Que nunca dejó de buscar a sus congéneres en los archivos del estado. Que su andar, desde ese entonces, fue siempre con el cuerpo vestido de parquedad y el alma teñida de intensidad.


Photo Credits: Manel ©

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