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Algo pasa con los animales

El dinero de los poetas descansa en los supermercados.
Los sueños de los poetas están guardados en los bancos.
En el desperdicio del mundo el poema de amor se inclina al suelo
como la paloma que, en la plaza al atardecer, busca el grano de maíz tirado por la turista /antes que la noche la devuelva al secreto de su cornisa.

Lêdo Ivo (1924-2012)
Traducción Mario Bojórquez

Mi amigo médico viene directamente después de la reunión del sindicato, inquieto porque en mi correo insisto en una ardilla que salta por la escalera de incendio todas las mañanas y golpea el vidrio de mi ventana en el sexto piso. Me empieza a explicar por qué no debo abrirle, pero interrumpo.

No voy a ir a la convocatoria de la universidad para la conferencia del líder español. Me oigo diciéndole que los actos cambiaban de un extremo de benevolencia a la crueldad siguiendo una misma idea de justicia. Se nota que llevo días sin hablar.

A medida en que me detenía en nuevos relatos de rebeliones, me iba quedando con un vago argumento; algo que empieza por una ausencia y un despecho en la boca del estómago, abría una brecha a veces imperceptible hasta ocupar, con su enorme hueco, una calle del centro. La masa hechizada compuesta de individuos atraídos, enamorados, fermenta y empieza a ocuparlo todo. La forma que domina es siempre la más seductora. Cuando se desinfla también lo hace de uno en uno: un muerto, un desaparecido, un desencantado, un preso, un enfermo terminal, un emigrante, un suicida, uno que hace la cola y, entre todos, también garantiza que alguno pueda permanecer con la cabeza bien puesta, entregado a la resistencia creativa. Decide cómo quieres estar en este momento.

Ajá, dice mi amigo. Mientras yo hablo como un libro, él examina la ventana de mi cuarto. Afuera está oscuro.

La ardilla no viene de noche, le advierto.

Recuerdo el filósofo aquel que me recibió en esta ciudad hace mucho tiempo, conmovido por lo que imaginaba de Venezuela. Estaba enamorado de ese país, dijo. Contó del paseo en un avión de la presidencia que lo llevó a unas playas asombrosas, la primera vez que fue a dictar seminarios. En esa ocasión congenió con una mujer de otro presidente, para él una belleza genuina porque allá la hermosura mantenía al colonialismo en jaque. Fue en Caracas donde también vio por primera vez a un perro que valía el equivalente a cinco meses de su sueldo en New York (la verdad es que no era mucho, aquí él era un contratado) y a gente con una conciencia crítica muy avanzada. Y tuvo la suerte, en otro de sus viajes, de presenciar la primera aparición del gran líder golpista, que invitaba a nuevos diálogos desde la acción comunitaria. Le brillaban los ojos describiéndolo como un indígena guapísimo que hacía pensar en un centauro, en lo originario. Yo escondía la cara entre bufandas, con la excusa del clima y cuando pidió mi testimonio sobre esos paisajes no aclaré que los conocía únicamente por fotos. Sobre la amante del nuevo presidente, según él también sacada de un mito fundacional, no comenté; la diosa nueva creada para el comandante me parecía más bien el calco de una ex reina de belleza que había sido la candidata presidencial opositora más fuerte. En cuanto al atractivo populismo que según él acabaría con una política de exclusión, apenas asomé que no había oído hasta entonces sino comunicados. Salí del compromiso con mi anécdota de cuando vi al comandante en un restaurante del interior.  Hablé del cordero que solían marinar con el romero y la salvia que el cocinero cultivaba en su aldea europea a donde viajaba de tanto en tanto a buscarlos. No conté cómo no llegué a probarlo, enfrascada en una discusión con el funcionario de cultura que cuando quiso presentarme al líder le dije que no, porque me daban miedo los ídolos. Yo cenaba en la mesa de al lado en la ocasión de haber ganado un premio literario que horas más tarde se me entregaría sin mucho ánimo, cómo era posible que una poeta no entendiera nada.

Mientras el filósofo saboreaba sus mejores recuerdos venezolanos, temí por mi vida llena de disparates: andar detrás de reconocimientos creyendo que eso me daría vínculos con la vida literaria nacional, desconfiar de uniformados solamente porque los de mi infancia tenían dobles vidas que me paralizaban, y cuando me salía al paso la oportunidad de mostrar mi talento, ganar una edición y amigos, no me mostraba discreta. Ahora entre alumnos brillantes y bien acogidos en las universidades de la ciudad, tal vez en deudas por donaciones de generosos mandatarios venezolanos del pasado, tampoco me sentía cómoda. No fue mi último disparate. Ese invierno dormí mal porque el radiador sonaba como si estuvieran friendo pescado al otro lado de la pared. A lo mejor ahora los indignados y los estudiosos de las indignaciones correrían mejor suerte con el nuevo hombre español, amigo de mis temidos militares. ¿Estaría allí el filósofo aquel, como siempre, con los mejores, lleno de esperanzas y enamorado?

Solamente la indulgencia que me tiene mi amigo, obviaría el disparate que me zumbaba de nuevo en la cabeza cada vez que aparecía el tema de la búsqueda de justicia, precisamente él acababa de postularse como representante en una universidad que se declara organización sin fines de lucro y por eso no quiere sino dar el 1% de aumento a sus empleados. Bromea con lo de los animales que me visitan.

Tal vez se pueda inventar acá un Amor prohibido, cambiándole a la fórmula los ojos de res por los de ardilla.  Se refiere a una bebida energética de moras y otros ingredientes de Los Andes batidos con dos o tres ojos de vaca. En una versión caraqueña llevaba malta.

Ahora necesitaba que lo ayudara a buscar por internet una rata para plantarla frente a la oficina del abogado de la universidad. Una de esas Union Rats Ballons, la más fea de todas, para alquilarla.  Noto que venden unas demasiado artísticas, como si fueran de Takashi Murakami, rojas, rosas, naranjas, con hombrecitos de negro en los dientes, lujosísimas. No hay derecho a encarecer también a las ratas de las protestas.

Estamos lejos de Brooklyn donde la noche se llena de enormes luciérnagas que salen de un buque de cuando la guerra de Vietnam. Son las palomas mensajeras a las que el artista Duke Riley les coloca pequeñas linternas para soltarlas de noche desde el barco para que el cielo se llene de mensajes para los enjaulados de los apartamentos. Algunos, con boletos para el evento, caminan libres por el East River y festejan el Fly by Night. Nosotros también celebramos la rata, mientras me acechan disparates al otro lado de las rejillas metálicas.


Photo Credits: Matt MacGillivray

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