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Fabian Soberon
Photo Credits: derya ©

Aleksandr Solzhenitsyn

Aleksandr Solzhenitsyn se encierra en su casa. Deja de escribir cartas. No atiende el teléfono. No sale con putas.

Escribe todos los días una novela.

Está convencido de que sus libros no serán publicados en vida, que sus textos verán la luz en otro tiempo. Escribe para los lectores del mañana.

Pasa horas, días, semanas, años, sin ver a nadie.

No conversa con su esposa. Habla consigo mismo. Es un santo, un apóstata, un ególatra que solo tiene ojos para las páginas y para repasar una y otra vez lo que considera su destino.

En un grito mudo, su esposa intenta suicidarse. El acto falla. Al poco tiempo, el matrimonio se disuelve.

Nada lo detiene. Se afianza en su férrea lógica de asceta. Aunque no es un soldado, se mantiene en su única disciplina.

Cree que cada gesto debe responder al ideal de extraña pureza. Su lucha consiste en no despertar ninguna sospecha. Se concentra en ser un ciudadano común. Lee, murmura, mira por la ventana, escucha a los pájaros como un soviético ejemplar.

Su venganza es un revólver hecho de futuro.


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