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arturo serna
Photo by: Henry Söderlund ©

Alberto Rougès, los españoles y los indios

En otro escrito he destacado la capacidad metafísica y fundante del joven y tímido Alberto Rougès. El objetivo de este nuevo texto dedicado al filósofo tucumano es destacar otra faceta: su ceguera. No solo tenía dificultades para ver –en el sentido literal ya que usaba anteojos—sino que no pudo ver el error que cometía al juzgar únicamente como héroes a los antiguos capitanes ibéricos. Ya sabemos que los españoles conquistadores no solo trajeron la plaga de la religión sino también la doble moral y otros venenos.

En el ensayo breve “Meditación sobre las ruinas de San Miguel”[1], Alberto Rougès le canta a Ibatín, esa ciudad que ya no existe, y manifiesta una tristeza especial por la muerte del capitán Gaspar de Medina[2]. Para Rougès, solo quedan las ruinas desvanecidas y olvidadas. Pero esos escombros abandonados son, para él, el “alma de este Tucumán”.

Quisiera discutir algunas cuestiones. Por un lado, Rougès parte de un supuesto: el alma existe. Y, en segundo lugar, sostiene que una ciudad tiene un alma. Pero el problema mayor no es este doble supuesto sino la consideración de la guerra victoriosa llevada adelante por héroes españoles contra los indios de América. Al valorar positivamente la matanza de los indios perpetrada por los españoles, Rougès no se detiene a pensar en las vidas y en el sufrimiento de los habitantes aborígenes. Le parece que ha sido un bien para la América y para Argentina que los españoles los vencieran. Para el tucumano, los conquistadores son “héroes de la cruz y de la espada” que han batallado para fundar una sociedad: “allí nació y echó raíces el árbol de nuestra historia”. Algunos de esos hombres han muerto en el sitio próximo a las ruinas: “Yacen allí los misioneros heroicos de la conquista…”. Para el filósofo católico, los guerreros “hicieron la ofrenda de su vida para que tuviera un alma este Tucumán que los tiene tan olvidados”. Para rematar la idea, la frase y a los indios, agrega: “Su sangre (la de los guerreros) bautizó nuestra tierra y luego pasando a sus hijos y a los hijos de sus hijos, ha venido corriendo generosamente por las venas de nuestro pueblo.”

Es evidente que su idea de sociedad y de pueblo está asociada a una única religión. ¿En las ruinas benéficas de Ibatín no había lugar para los indios, los negros, los ateos? ¿Qué lugar tienen, en 1930, los ateos, los judíos y los musulmanes, esos dignos ciudadanos que también poblaban este país no bendito, atravesado por la serpiente de la corrupción y de la concepción etnocentrista?

Dejo otra interrogación para el final: ¿qué habría pensado Alberto Rougès sobre los hijos de los hijos de los indios aniquilados?


[1] Este artículo de Alberto Rougès fue publicado por el diario El Orden el 27 de septiembre de 1935.

[2] En sintonía con la filosofía de Rougès, el escritor Juan Rodríguez ha plasmado en su largo poema épico La valerosa sangre ibérica del santo guerrero Gaspar de Medina las hazañas del capitán Gaspar de Medina. La escritura plasma las escenas de los enfrentamientos armados con los indios y la muerte de Don Gaspar. Las hazañas narradas con fervor patriótico son imaginadas desde una óptica claramente religiosa y nacionalista. Dichos sucesos son imaginarios ya que no hay testimonios directos de algunos acontecimientos. Se refieren algunos hechos en los libros del padre Lozano y en la “Breve historia de Tucumán”, de Lizondo Borda. Estas parecen ser las fuentes de Rodríguez; el poeta ha escrito un texto conjetural sobre los instantes cruciales de las batallas, los días de descanso, la tregua ínfima, el incendio de la ciudad y el entierro del guerrero octogenario. En el último canto, se describe de forma modernista el velorio y el multitudinario séquito que lo acompañó. Aunque no comparto su ideología debo decir que es un poeta diestro. Con el “método” del francés Marcel Schwob y bajo la impronta tardía del nacionalismo de Leopoldo Lugones, Rodríguez canta la gloria de los guerreros españoles, la importancia de la gesta, el coraje de los conquistadores y la lucha para librar la tierra americana. Si Borges lo hubiera leído estaría encantado y, si el filósofo Alberto Rougès hubiera muerto unos años después, seguramente hubiera escrito loas sobre los esmerados versos católicos de Juan Rodríguez.


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