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fabian soberon
Photo by: David Phan ©

Alberdi y Rosas

a Jorge Daniel Brahim

El encuentro premeditado ocurre en Inglaterra, en un pueblo pequeño, con el férreo olor de las gallinas zumbando en el aire. Algunas damas inglesas, ataviadas y trémulas, se ríen en el fondo, lejos de los cuerpos cansados de los hombres.

No circula el tabaco. No hay rapé ni licor. Solo el abogado tucumano pide una copa de coñac para amenizar el instante.

Ninguno de los dos se anticipa al sentimiento del otro.

Rosas y Alberdi se dan la mano. Sin furia, sin rencor, se dan la mano. Y luego de una conversación tranquila y amable, insospechada, se despiden.

Alberdi sigue su camino, su exilio interminable.

Rosas sale del salón y se acomoda en el patio de tierra. Deja que la noche inmensa se pose en su mirada pausada. La risa estentórea de las damas resuena en el interior lejano.

Rosas no ha quedado solo. La sombra lenta y desgarbada de un caballo solitario le ayuda en la espera sin sosiego.

Ni siquiera él –ni nadie– puede entender lo que ha ocurrido en los últimos cincuenta años en la desconocida patria inútil del cono Sur. Pero ya no piensa en el destino sudamericano. Ahora tiene entre cejas el rostro blanquecino y esmirriado de sí mismo en el espejo, esa mañana, antes del encuentro con Alberdi.

¿Qué anuncio hará la serpiente pérfida de la muerte? ¿Dónde lo encontrará?


Photo by: David Phan ©

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