Alba me despertó con una caricia luminosa en mis párpados. Quise perecear pero el llamado insistente de los gorriones, desde la enredadera en el jardín, me invitó a iniciar el día. Me levanté para ver a Aurora mostrar en el cielo oriental su rostro de durazno maduro, en sutiles tonos pastel, más suaves que en el trópico.
Preparé mi desayuno de frutas veraniegas —arándanos, frambuesas y ciruelas— y pan ucraniano de granos integrales mientras bebía un delicioso café negro, traído de la región de Acosta. La mañana se anunciaba calurosa y húmeda antes de la llegada de una tormenta tropical a estas latitudes de Long Island.
Salí pronto a caminar a Prospect Park para aprovechar el sol antes de la lluvia. Pensaba recorrer un sendero en el bosque pero me desvié hacia la laguna superior, caminando junto a los diamantes de beisbol. Grupos de niños y niñas asistían a la escuela de verano de ese deporte para aprovechar estos meses de vacaciones escolares.
En la playita frente a la laguna dos chiquitas, una castaña de rostro albo y otra rubia como un sol naciente, hablaban ruso entre sí y jugaban a atrapar renacuajos en el agua. La castaña, de unos cinco años, llevaba un vestido blanco. Su hermanita menor vestía de un naranja suave.
Sumergían sus manos y las levantaban súbitamente, con las palmas juntas en forma de cuenco. El agua se escurría entre sus dedos sin que atraparan ninguna presa. No desistían. Intentaban una y otra vez, mientras los peces y las tortugas de orejas rojas se acercaban sin temor.
Un muchacho mesoamericano, de pie junto a ellas, les preguntó qué hacían y ellas comenzaron a contarle sus aventuras de la mañana: caminar por el parque, jugar con perritos amigables, pescar en la laguna.
Observé la escena desde una piedra cercana a la playa, bajo la sombra de un roble. La grabé en mi memoria y me fui en silencio. Bordeé la laguna, crucé el puente sobre el arroyo y atravesé el bosque. Al salir al prado pensé con alegría en las niñas. ¿Sus nombres? Alba y Aurora.