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willy wong
Photo Credits: AJC1 ©

Alas

Mi protectora y confidente maleta me esperaba recostada en el marco de la puerta, como un perro fiel listo para partir y desafiar los pastos del parque. Contenía la poca vestimenta que había adquirido a lo largo de mi vida como personal público, tres latas de alimentos procesados y unos cuantos artículos de limpieza por los que pagué oro en polvo. Lentamente avancé hacia ella, la alcé del mango cuarteado y enmohecido; y con la melancolía llanera con la que dormí por años, me despedí de los fantasmas de lo que fue mi vieja residencia. Le dije adiós al espíritu de mis fallecidos padres y al de mi sobrino asesinado en una de las protestas del gobierno del inmaduro. Al alba siguiente, ambos, mi petaca y este proyecto de inmigrante, entrábamos en contacto con una muchedumbre similar a los mítines armados del que se creyó, con soberbia de pavo real, el heredero del mal entendido pensamiento de Bolívar. Sin embargo, en esta aglomeración de adultos, jóvenes, ancianos y hasta niños sin tutores, las pancartas se habían reemplazado por más maletas, los vítores por esperanzas y las esperanzas por desencuentros.      

Llegamos al puesto fronterizo y el agravio descomunal gritó al cuerpo entero, al alma que venía desquebrajada desde hace décadas. Los reyes de la custodia limítrofe, compatriotas y no compatriotas (esos que nacieron en las metralletas de Fidel), nos preguntaban si huíamos para delinquir o prostituirnos en una región foránea. Nos obligaban a entregarles el preciado y a la vez insignificante dinero que nos proporcionaría pan y agua, para un viaje terrestre de casi cinco lunas. Y metros más adelante, esos que decidían permanecer en la intransigencia, revendían las conservas de atún que habían especulado a costa del hambre de todos. Mis ojos latieron y secretaron sangre, mi corazón se abrió y lloró brutalidad. Me sentí tan anulado, tan físicamente atado de manos, tan cruzado de brazos. Mi único consuelo fueron mis alas. Esas que Dios me regaló para encausarlas en una sociedad libre, que permita volar hacia sueños fecundos y rescatar la dignidad del ser.

Con la gracia del cielo, las agujas del reloj avanzaron como agua que refresca una garganta sedienta por indicios de paz. Traspasamos aquel encuentro con la ferocidad asolapada –aquella que es avalada por el régimen inhumano– y con gran beneplácito recibí el saludo de los vecinos del sur, pueblo al que alguna vez le tuvimos rencilla. Tan solo dos palabras cordiales de bienvenida embadurnadas de empatía, le regalaron una pluma más a mis extremidades adicionales. Cruzaba ya los terrenos de García Márquez para adentrarme a los de Ramón Ribeyro. Con casi tres kilos menos de los lánguidos que ya cargaba por la desnutrición crónica que devoraba mi nación, arribé al icónico Tumbes, el paso obligado de los que emigramos de rodillas –y muchos a pie–. Me asomé por los vidrios calientes del bus y me abrumó la arena de sus desiertos, esa que prometí hacer flotar con el aleteo de mi trabajo imparable e incansable. Y así fue. Hoy, produzco con lealtad y agradecimiento en el país que sin reparos sigue cobijando a la diáspora venezolana; en el que he podido abrir mis alas para volar hacia sueños fecundos y rescatar la dignidad del ser. Hoy, produzco y vivo en el Perú.


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