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lara grimaldi
Photo by: Quinn Dombrowski ©

AL OTRO LADO DEL PUENTE

Si pudiera recordar cada instante desde que tengo conciencia de existir, creo que gritaría mis historias. No sé si se me quebraría la voz o la alzaría tan fuerte para que me oyeran los que un día apuntaron sus dardos sobre mi cuerpo y que mi voz llegara incluso hasta en donde están los que ya han partido pero siguen omnipresentes en mi memoria. Seguramente serían ellos quienes me regalarían las palabras más sabias para curar mis heridas.

Trataré, para comenzar, de reconstruir mis primeras huidas a esos lugares que bauticé como “los puentes” cuando tenía apenas 12 años y una sed frenética de encontrar a un hombre que por primera vez me tomara así de joven, así de hermosa. Tenía la obsesión porque un hombre, que persiguiera lo femenino en mí, me oliera a hembra en celo y me desvirgara. Lo buscaba en las calles, en los baños públicos, en los buses, durante el verano en las playas y en las piscinas; ellos no sabían, pero eran parte de mis fantasías más ocultas cada noche cuando yo me tocaba soñando con tener otra genitalidad que me permitiera ser receptora de sus erecciones. Fantaseaba con la fuerza que los descontrolara dentro mío como si yo fuera una muñeca frágil que merecía ser penetrada para el placer de ellos, pese al dolor físico que pudiera sentir. Sin embargo, nada de eso se hacía realidad. Si hoy lo pienso seguramente tan solo veían en mí a un joven muy feminizado que los miraba con insistencia.

En la noche no se escapaban de mis fantasías, guardaba sus rostros, los miraba tanto y hacía ejercicios de memorización con sus facciones, con sus brazos masculinos, con sus camisas abiertas mostrando sus vellos del pecho; ni que decir si en sus braguetas lograba ver algo que evidenciara el miembro en reposo algunas veces y otras en erección por las fantasías que ellos tienen al circular por las calles y tener sus propios viajes eróticos, seguramente menos inocentes y más violentos que los mías. Todo eso era el alimento para imaginarlos durante la noche como sementales que me poseían como si yo fuera su hembra que, pasiva, recibía su virilidad hasta que descargaran su pasión desenfrenada en mí.

Fui cada vez más lejos y al mudarme a Santiago de Chile comencé a recorrer calles, sentí la libertad de vivir sola y sin control, vi el vértigo que provoca una metrópolis de más de cinco millones de habitantes que ofrecía todo lo que se podía imaginar. Sin embargo, siempre atrás, estaba el fantasma de la enfermedad castigadora que había aparecido justo en esos años en que había tenido mi despertar sexual, el sida, el mismo que nos castigaba justo a nosotras, las que deseábamos lo oculto, lo prohibido, lo que no nos correspondía desear. Aun así, el deseo era más fuerte aunque no iba más allá, puesto que todo se quedaba en persecuciones, miradas, tocamientos y nuevamente la masturbación como escape, pero nada que se concretara: los cuerpos prohibidos distanciados por aquella pandemia ochentera. El fantasma estaba tan presente y poco a poco se hacía cuerpo en los amigos de los amigos, y luego ya eran tus amigos los que se contagiaban y al cabo de un tiempo partían convertidos en cadáveres vivientes antes del último suspiro. Ese miedo lo inundaba todo: que el sudor de las manos al saludar, que las lágrimas; si veías a alguien llorar, ¡aléjate!, esas lágrimas podían transmitirlo; que la saliva también, no te beses, cada beso podía ser mortal, nos negaron la pasión de los besos. Ni que decir de recibir sobre tu cuerpo los efluvios de otro cuerpo, era una bomba asesina que te condenaría en poco tiempo a desaparecer bajo el estigma del pecado de quienes nacimos señaladas por la marca de la contradicción, del abandono del camino correcto, ese que decía que con un pene debo perseguir una vagina y si tengo vagina debo permitirle a un pene que entre con la fuerza que su designio de macho le autoriza… Que si tengo pene debo usar pantalones rectos, no ceñidos, zapatos planos, dejar el maquillaje, reír como un caballo, pero jamás llorar, la belleza sería proscrita para esa genitalidad externa que me debía convertir en un semental, nada más lejos de mi cuerpo y de tantos otros cuerpos rebeldes que quieren llorar, gritar, amar, subir a maravillosos tacones y deslumbrar la noche con maquillaje de luces.

Para mí tuvieron que pasar cincuenta años, cincuenta, cinco veces diez años para realizar este trascendente viaje; recién hoy puedo ir por la calle vestida de luces, montada en tacones y seduciendo a bestias que sedientas de placer buscan aquello que sin ninguna inocencia hoy puedo darles. Elegir y decidir a cuál regalaré esos secretos de placeres ocultos y saber que a la mañana siguiente no quedará nada, ni siquiera un cruce de miradas, que si coincidimos en la misma calle en que se produjo el maravilloso encuentro entre la fuerza de un minotauro y la fragilidad de mi indefinición, simularemos que no ha pasado nada o que nunca pasó lo que en realidad pasó y fue bello por el breve tiempo que duró.


Photo by: Quinn Dombrowski ©

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