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Mauro Bafile

Al día siguiente

Al día siguiente, cuando el sol comenzaba a entibiar el frío de la mañana, lo encontraron con los ojos abiertos y la mirada fija en la nada. Tenía dos heridas en el pecho, por las que entraron las balas asesinas y salieron la sonrisa eterna y la vida misma.

Tenía 18 años, no más que los demás cuyos cuerpos yacían alrededor sin vida y sin esperanza. La refriega, que rompió la quietud de la noche, había cobrado su tributo. Por un lado, los rebeldes soñadores; por el otro, los soldados obedientes. Los primeros, inmolados en nombre de una causa tan noble como inalcanzable; los otros, por una paga ahora incobrable.

Apenas había alcanzado la mayoría de edad cuando se enroló para espantar el tedio y huir de la pobreza. Es verdad, en el calor de su hogar, nunca le había faltado nada, como nunca le había sobrado nada.

No conoció a su padre. De él solo supo que le había arrancado la inocencia a su madre una tarde otoñal sobre la tierra húmeda. Ella se entregó dócil a las manos expertas de aquel hombre, mientras el sol palidecía detrás de la colina y la luna saludaba la llegada de otra noche. Lo hizo callada, con la sonrisa en la boca y la esperanza en el corazón. La sonrisa se le quebró y la esperanza la abandonó cuando su secreto dejó de serlo y ya no pudo esconder la evidencia de su barriga abultada. Una mañana de abril, él se despidió con el beso acostumbrado. No volvió a verlo. Salió para siempre de su casa como de su vida.

Doña Flor, su madre, vivía de lo poco que ganaba planchándole la ropa a quienes vivían más arriba; allá donde el cerro se transforma en loma y los ranchos se tornan en casas con jardines enrejados.

No siempre alcanzaba el dinero. Entonces, alquilaba su cuerpo aún juvenil de caderas anchas y sólidas. Ofrecía placer por pocas monedas. Y, en esos ratos de amor prestado, se entregaba a sus fantasías. Cerraba los ojos y recordaba las caricias de aquel hombre que le enseñó el amor para luego abandonarla con su fruto como legado.

El, raras veces dejaba el barrio, para perderse en el laberinto de la ciudad y desaparecer en el enjambre de gente que abandona sus colmenas enrejadas para entregarse al trajín diario. Prefería caminar en las callejuelas polvorientas en la que había dado sus primeros pasos, jugado en su infancia y descubierto los enredos de las urgencias del amor. Se sentía seguro, lejos de los peligros de la ciudad. En ellas se enteraba de historias públicas y de amores privados, de citas prohibidas y de desencuentros alborotados.

Sus amigos, uno tras otro, se habían marchado a la capital, llevándose trozos de su vida. Habían ido persiguiendo sueños. A veces, regresaban. Algunos los hacían buscando la tranquilidad perdida y añorando la paz que habían abandonado; otros, huyendo del desencanto y espantando los fantasmas de sus fantasías naufragadas en una tempestad de desaciertos.

También se iban las jóvenes. Lo había hecho Lucía, quien le robó el primer beso; Marcela, quien le entregó su cuerpo en una noche de lluvia y Patricia, quien había sido cómplice de sus travesuras y guardián  celoso de sus confidencias. Ya no estaba Carmen, quien lo había embriagado con su sonrisa inocente. Y tampoco Ángela, con quien vivió días de entrega y desilusión.

Angélica era una joven  recién hecha mujer.  Había llegado con sus padres, inmigrantes indocumentados. Tenía ojos pródigos y una cintura bravía que logró enhebrar sus sobresaltos, sin concederle el derecho a compartir sus sábanas. Después de cada encuentro, entretejía sueños y deshilvanaba fantasías. Las ilusiones se hicieron trizas una mañana de sol tropical. La noticia, al despertar, lo alcanzó con la violencia de una bofetada. Angélica se había ido dejando todo y a todos. Había desaparecido con la misma discreción con la que había llegado.

“Sigue huyendo de la pobreza que humilla”, dijeron algunos.

“Se fue detrás de una ilusión que la sedujo” dijeron otros.

Nadie nunca supo la verdad.

La partida de Angélica precipitó su decisión. Se iría a las milicias. El barrio, sin ella, ya no era el mismo. Sus callejas polvorientas traían recuerdos que matan. Las casas con olor a pobreza alimentaban la sensación de frustración que entristece. Las sombras de la noche acompañaban las decepciones que carcomen.

Pensó en irse con sus amigos; aquellos que habían dejado a sus padres y a sus novias para perseguir los sueños de igualdad y democracia. De ellos casi nada se sabía. Los vestidos color carbón, que escondían el luto, y las lágrimas disimuladas de las madres desconsoladas indicaban el fin trágico de algunos de ellos. En cambio, la llegada abrupta de los uniformados, que todo lo alborotaban y todo lo destruían, alimentaba la certeza de que seguían con vida.

Quiso ahorrarle angustias y sufrimientos a su madre. Además, no perseguía sueños que consideraba inalcanzables. Por eso, buscó la tranquilidad de la milicia. El Ejército aseguraba quien se había alistado, ofrecía una vida sin emociones.

Una mañana de octubre, se despidió de su madre con una sonrisa. Ella, en cambio, ahogaba su dolor. Lágrimas rebeldes corrían por sus mejillas que habían abandonado el color del los días de sol para exhibir los tintes plomizos  de los días de lluvia. Con la mano acariciaba  el pelo del hijo, mientras en la otra apretaba su pañuelo. El mismo que, no sabe cómo, encontró en el bolsillo de su pantalón, cuando el autobús lo trasladaba al cuartel.

La rutina se adueñó de los días y el tedio de las noches. La milicia brindaba seguridad a quienes obedecían y garantizaba sinsabores a quienes disentían. Las órdenes no se cuestionaban; se acataban y ejecutaban.

Conforme pasaban los días los recuerdos de su madre y de Angélica irrumpían enredándole el mundo. La nostalgia le arrebataba la sonrisa y el desconsuelo el buen humor. Entonces, se tornaba irritable y enojadizo.

Al atardecer, se reunía con sus amigos del cuartel. Y, cada vez que podía, despertaba al lado de alguna joven urgida de dinero como él de afecto. No había lugar para caricias, ni espacio para confidencias. Ella vendía la ilusión del amor y el se extraviaba en sus fantasías. En su mente, cobraba vida el fantasma de Angélica. Era ella, y no otra, quien se desnudaba ante sus ojos en una danza de prodigios y desvaríos. Al despertar, el vacío se adueñaba de sus entrañas. Fingía tranquilidad, mientras por dentro lloraba lágrimas que no sabía guardadas.

Una noche, el cuartel despertó de sobresalto. El cabo irrumpió al dormitorio. Gritó una sola orden.

– En cinco minutos todos formados en el patio con traje de campaña. Entramos en acción.

No hubo preguntas. Todos supieron de inmediato que no era otro ejercicio de rutina. Dudas, temores, nervios. El alboroto y el ansia se filtraron en el cuartel, hasta llegar al rincón más recóndito.

El transporte esperaba en el patio escupiendo bocanadas de humo.

El recorrido fue largo. Primero avanzaron por la carretera que atravesaba la cordillera como una larga cicatriz sin fin. Luego el asfalto se tornó polvo y la carretera trocha. Cuando ya no hubo caminos ni espacio para los camiones, siguieron a pie. Uno tras otro. En silencio. Dejaron atrás el rugir de los motores que desordenaban la noche. Y se perdieron en la obscuridad. Se abrían paso en la maleza que los tragaba, extrañando la rutina obstinante y la convivencia obligada en el cuartel.

Con el amanecer, pudieron ver nubes de humo. Columnas densas color a muerte y desesperación que empenachaban la lujuriosa montaña. No había el silencio acostumbrado del de los despertares del sol. Tampoco, el vuelo matutino de los pájaros silvestres y el soplido juguetón del viento entre las ramas de los árboles. Ahora, se escuchaban con claridad el traquetear de las armas y el estallido sordo de las bombas. El ir y venir de helicópteros artillados anunciaban la cercanía del frente. Y, con el, la proximidad de la muerte. Crecía el miedo; ese miedo que se alimenta de adrenalina y reverdece recuerdos.

Llegaron cuando el crepúsculo se poblaba de colores apagados. El lustre del día se iba transformando en esmerilada opacidad. Y una manta de sombras envolvía rededor. El campamento  próximo a la línea de batalla estaba regado de heridos, de jóvenes sucios, cansados, asustados. Y de cuerpos sin vida.  Las horas pasaban en desesperante espera ¿Cuándo le tocaría al él?

Apenas había conciliado el sueño, cuando una voz rasgó el silencio.

– Todos de pie. Vamos nosotros.

Y avanzaron lentamente hasta el frente de batalla. De un lado, los guerrilleros cercados y dispuestos a morir con las armas en mano. Del otro, la milicia, implacable y presta a dar con los rebeldes.

El silencio de la noche era roto por el repicar de las armas. Y al apuntar el alba seguía el sonido de la batalla. Fue cuando escuchó la orden de avanzar. Titubeó. Anduvo pocos pasos con la cabeza baja El retumbar sordo de las explosiones se oía cada vez más cerca. Avanzar y tirarse al suelo. Una y otra vez. Sin ver al enemigo; sin saber contra quién disparar. Estaban cerca, muy cerca, cada vez más cerca. Cuando llegó la orden final, ya nadie titubeó.

Fue entonces cuando de los costados aparecieron más rebeldes. Demasiado tarde, para replegarse. No había dónde resguardarse. Entre la maleza, vio aquellos ojos lleno de rabia, de furor, de ira y de esperanza. Eran los ojos de Angélica. Quiso disparar. Mas, no pudo. Por un instante el tiempo se congeló. Y un dolor agudo estalló en su pecho. Flaquearon las piernas. Y las lágrimas bañaron sus ojos. Buscó el pañuelo de su madre. Lo apretó en sus mano.

Así lo encontraron. Mirando al cielo, con una sonrisa en la comisura de sus labios. A pocos metros, estaba ella. Los ojos abiertos, buscando un sueño.

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Anna Maria
Anna Maria
7 years ago

QUE BELLEZA!!!
QUE MARAVILLOSA POESIA !!!

Mairi Bracho
Mairi Bracho
7 years ago

Muy buen cuento Mauro. Una trágica historia de amor —o de desamor—, detrás de la cual se encuentran temas como la desesperanza y la esperanza; la lucha absurda por ideales que se asumen como propios pero que al final resultan ser la fachada de intereses de poder, que arrastra y mata, como le ocurrió a Angélica; la lucha por algo que ni siquiera se entiende bien, ni interesa, pero que también arrastra y mata, como le ocurrió al protagonista. Quizás lo que me gustó de la historia es la dimensión humana que le das al conflicto social y político que… Seguir leyendo »

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