Por semanas enteras he tratado
de sostener
entre saliva y lengua
las posibilidades de un caimito,
pero los dientes
carecen de memorias,
viven en disidencia.
Alina Galliano
somos el eco del futuro
en la puerta nos dice qué hacer para sobrevivir
pero no hemos nacido para la sobrevivencia
solo para la vida
W. S. Merwin
Parece que oigo a mi amiga sorteando túmulos entre Amsterdam hasta Riverside Drive y la calle 155 cuando me hizo creer que me acompañaba a ver el río desde las tumbas de escritores como Mercedes de Acosta que cumplía años de su muerte el 9 de mayo de 1968. Ese mismo año llegó a esta ciudad y no tardaron en querer encajarla como un clavo de la casa cubana que se imaginaban.
Ella tampoco tardaría en zafarse. En Jerez de la Frontera, donde creyó que sería su destino de adolescente exilada, las monjas bailaban flamenco. Aquí, la parentela la esperaba con el contrato en una factoría. Pero ya no quiere contarme. Nada peor que una amiga furiosa. O sí. Peor que eso es cuando tu propia furia fría se confunde con la de ella. Me puse a aullar como si nos hubiéramos cruzado en una lectura de poesía únicamente para recordarle cómo empezó todo y Sor Cayetana intercediera para salvarla a través del Vaticano. La amistad podría llenarnos de películas. Papas y diosas que interceden como las tres hadas de la niña-eterna Aurora. Walt Whitman rescatándote de los malos parientes para cumplir tu destino adulto.
En el cementerio vestido como un parque inglés me dijo de pronto que ya no quería saber cómo también los de mi casa suplicarían por un salvoconducto.
La vida maníaca, la deriva entre golpe, porrazo y telenovela, lagartijas auto-lacerándose para probarse que se van a recomponer una y otra vez la cola, gritó de pronto frente a la cruz céltica de John James Audubon. Pensé que hablaba de los jóvenes de ojos vidriosos que nos cruzábamos en la lavandería y que parecían libres medrando a expensas de las políticas populistas del pobrismo que nos estaba apretando.
Era 2014. Aquel recorrido implicaba el cierre de campañas admirables y obligaciones de confesiones morbosas. No vi que ella volvía a encarar a su torturador porque yo andaba contenta con el trozo de presente que no remeda colecciones de vidas de conversos. En mi película el torturador había sido neutralizado.
Cuento que Audubon, el ornitólogo que adoraba a los pájaros y para dibujar uno tenía que matar a muchos, persiguiéndolos por todo el territorio, llegó a este país en el siglo XIX con un pasaporte falso. En la estela cincelada noto su aire de ave, con algo parecido a un zamuro muy cerca; no esculpieron sermones bíblicos sino animales, algunos copiados de su propio catálogo. Mi amiga no oye, empieza a ver señales de orishas por todas partes.
Le pido detenernos a escuchar What I did to be so black and blue de Louis Armstrong, delante del mausoleo de Ralph Ellison con la escultura de El Hombre Invisible, pero noto que aprieta los dientes y acelera el paso evadiendo hortensias y azucenas pero destrozando todas las violetas. En el aire lleno de brotes parece que vuelve a tener diez años e interpela al Che Guevara pidiéndole a su padre que lo echara, después de unos ajusticiamientos. El Che vencedor olvida a aquella familia amiga y no interviene cuando alguien local los declaró enemigos y la revolución necesitaba la farmacia del padre, las fincas de los abuelos, sus hermanos, la vida de su casa. ¿Cuánto tiempo lleva procesar que ya no estás en la mira? ¿Cuándo fue que la vida se volvió a reducir a conjurar asesinos? Mis insistentes mira y mira inoportunos, de un ala a la otra del cementerio, sin comprender que ya no quiere verme porque le recuerdo sin querer a sus desaparecidos. Un karma colectivo que no mío, grita sobre la trompeta de Armstrong que canta que haga lo que haga no existirá porque no es gente, es un estereotipo.
Los poetas entraban y salían de sus ciudades confinadas pero mi amiga nunca quiso hacer lo políticamente aceptable. Para qué ir a leer sus poemas si ni siquiera sabe dónde quedaron enterrados aquellos que no volvió a ver y que ahora se le aparecen con más frecuencia. Si quería ver palmeras, insistía, iría a Egipto, si quería celosías las pediría a la florista griega del vecindario, no volvería a Cuba ni a Miami. Ni muerta.
–Yo conocí a Lydia Cabrera, óyeme lo que te digo (ahora me habla como si no lo hubiera contado antes) mucho Chichereku en el exilio, pero me tocó leer en prólogos de ediciones caribeñas, no tan antiguas, justificaciones de estudiosos que se cuidaban. Había que escribir que Cabrera, con tanto desespero y resentimiento, se perdió como escritora y al final solamente se plagiaba a sí misma.
Al trote, cita el blablablá de aun no teniendo un imperio de papel Cuba la editaba mientras que en Miami nadie tenía tiempo de ocuparse de una vieja arruinada. Lo urgente era cuánto estabas dispuesto a entregarle al sagrado deber de poner fin a la dictadura. Quedó ensartada. El peor error de Lydia Cabrera fue Miami, orilla abarrotada de paralizados como estatuas de sal, con el pescuezo torcido hacia Cuba. La maledicencia de sobrevivientes dentro y fuera es lo peor de la dictadura, sigue citando de carrera mi amiga. Los escritores salen o se quedan envenenados y por donde pasan te contagian si no les das lo que necesitan. Vas a ver. Tú voltea para acá, dame de comer mientras derrocas a Castro que yo así me puedo ocupar del presente y del futuro. Ustedes van derecho a lo mismo.
Sintió una placa helada cayéndole encima.
El sentimiento de tiempo. Mercedes de Acosta, cuando sacó por necesidad su libro de memorias en los años sesenta, (ya no le quedaban ni sus colecciones ni el diamante enorme que un diplomático venezolano enamorado de su madre le hizo traer de la Sabana) terminó de perder a los pocos amigos que le quedaban. Como mi adorado Reynaldo Arenas intratable al final de sus días. La cicatriz de granito rosa en la colina llena de aromas luce olvidada. La tumba de varias mujeres de la familia de Mercedes de Acosta podría cubrirse de maleza y no importa si no está de moda. La despedida de una visión de mariconas sufridas: Mercedes de Acosta que en realidad tuvo una gran vida y Lydia Cabrera en 1927, radiante compartiendo con Teresa de la Parra naranjas de China y asientos de santo.
–Vas a ver que no va a ser fácil no vivir del cuento, dice mientras empuja la puerta vidriada de las oficinas del cementerio donde había concertado una cita.
Y ya está adquiriendo un nicho para sus cenizas. Abona un poco más para que graben la silueta de una pluma con la inscripción: vivió y escribió en los Altos de Manhattan. La observo, algo rezagada, estoy cada vez más fría.
¿No sería una trampa final? Van con el vendedor coreano eligiendo el puesto en los muros de granito, por sectores que llevan nombres como Fe, Esperanza y Templanza. Que se vea mi río, enfatiza. Era su ciudad y era su río. No eran míos, yo no había entendido nada. No los merecía. Le gustó el muro Caridad. Mercedes de Acosta no pretendió ser lo que no era, pienso. Paul Brunton (1898 -1981) le regaló sus libros y el contacto con Meher Baba y Ramana Maharishi, el ruido espiritual del momento. Los poetas pueden acertar más o menos. Las viejas poetas no están solas, no más que los viejos. Cuidado con las viejas ideas, me alarmo.
Me agarro del aire que suaviza desde el río de todos, noto que en Caridad el nicho va a quedar altísimo, casi invisible. Me imagino muy viejita visitándola con los binoculares de ver pájaros, disparándole rosas con una resortera. Qué trabajo me va a dar, al fin la hago reír. El muro de lamentaciones no se parece a ella. El chico coreano, a tono con nuestro humor negro comenta que tal vez para entonces yo no necesitaría pegar saltos pues andaría por los aires, también enterrada en otro lugar, ojalá que tan bello como aquel.
Mi amiga suelta entonces lo que tiene atravesado en la garganta desde que le pedí que recorriéramos los sitios donde vivieron o viven escritoras de Manhattan: que qué espero para ocuparme de mi propia historia y encargarle al coreano algún lugar, porque yo tampoco tendré donde volver.
Photo by: Kevin Dooley ©