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fabian soberon

Agua

 

Vivimos en una nueva casa. Algunos servicios públicos funcionan de manera irregular. El agua es intermitente y la boleta no llega nunca a nuestro domicilio. Estos son los deleites de vivir en Argentina. Pero eso no es todo. A veces corre un hilo negro de las cloacas por el borde exterior de la vereda. La masa olorosa se filtra y enceguece el aire de la casa. Aunque los ambientes interiores están lejos de la vereda, el olor negro del agua contamina todo.

Está nublado. El sol tímido se filtra como un ave suave entre las nubes. Juego con mis hijos en el patio delantero. Catalina, jovial, siempre jovial, corre eufórica por el pasillo izquierdo. Nada la detiene, ni siquiera las caídas inevitables y los tropiezos súbitos. Bruno se sube a su bici y circula por toda la extensión del patio. De repente, recuerdo que mi esposa ha recibido un llamado de SAT, la empresa del agua. Le han dicho que debemos pagar las boletas. De lo contrario nos van a cortar el servicio.

Esta mañana, temprano, mi esposa abrió el grifo del baño principal y notó que el chorro se atascaba en la cañería. Asustada, me dijo que nos habían cortado el agua.

Mientras corro al lado de la bicicleta de Bruno, recuerdo las palabras de mi esposa. En realidad, no nos han cortado el servicio, pero el grito sordo del líquido en las cañerías ha servido como una alarma.

Le digo a Bruno que tenemos que salir. Bruno protesta. Me dice que quiere quedarse unos minutos a jugar. Catalina sigue su corrida imparable. Le digo a Bruno que lo espero.

Entro. Reviso los mails. Pasan unos minutos.

Enciendo la televisión. Unas personas, que han sido desalojadas de sus casas, cortan la calle de un barrio. El periodista les pregunta qué es lo que buscan, por qué cortan la calle. Esta es una más de las malas entrevistas que se ven por televisión. Si esas personas no tienen casa qué otra suerte les queda. Solo deben protestar para conseguir lo que no tienen.

Miro el reloj de la pared. Son casi las 12. Salgo al patio delantero y le hablo a Bruno. Me dice que espere. No puedo, le digo.

Corro detrás de Catalina y la alzo, súbitamente. Ella se ríe, como si fuera un juego. La coloco en la butaca del auto. Bruno protesta. Esperáme, pide.

No, dale, subí.

Sube.

Enciendo el motor del auto. La radio anuncia una publicidad de desodorante. Es lunes. Y el desodorante promete mejorar el inicio de la semana. Si te pones esa marca tu día será mejor, será como un viernes.

Avanzo unos metros y aprieto el control del portón. La hoja negra y alta empieza a moverse.

Miro hacia el asiento de atrás. Catalina reposa en su butaca con una calma inverosímil. Bruno mira el interior de la casa. Nota que la televisión ha quedado encendida. Me resisto a parar el auto. No quiero volver a la casa.

El portón se abre. Logro sacar el auto a la avenida. Detrás de nuestro auto, corren los otros vehículos como perros en celo. Vivimos en una avenida y nadie respeta las velocidades permitidas.

Bruno sigue el recorrido de una bicicleta que pasa a nuestro lado. La mira con atención. No dice nada. Luego gira su cara, como si algo lo hubiera despertado.

¿Cuándo te vas a morir?, dice.

No sé, le digo, nadie sabe eso.

¿Pero cuándo?

Nadie decide su muerte.

Bueno, ¿pero cuándo te vas a morir?

Nadie decide cuándo se muere. Uno se muere cuando el cuerpo no funciona más, le digo, creyendo que esa frase le puede explicar algo.

Entonces el cuerpo decide, me dice.

Acomodo el auto y arranco. El auto atraviesa un cañaveral. Manejo despacio. La pregunta de Bruno ha sido un golpe nítido. Noqueado, miro hacia el monte seco. Los cerros, imperturbables, no han cambiado de color. El sol ha logrado atravesar las nubes y la luz tímida se ha convertido en un haz poderoso y amarillo.

Bruno está callado. Parece que su propia conclusión lo ha dejado tranquilo. Catalina sigue impasible, como si el movimiento parsimonioso del auto le ayudara con el descanso.

Yo no estoy tranquilo. Pienso que la pregunta de Bruno es la pregunta que me hice a los cinco años y que regresa, pertinaz, a los cuarenta.

Atravieso la larga avenida y entro a una calle que me deja en la oficina de la empresa SAT. La pregunta sigue.

Pago la cuenta del agua y siento que el problema está solucionado.

Es lo único que se puede arreglar.


Photo Credits: Sheila Tostes

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