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Afrenta

Hincado al pie de la cama, un exasperado Jacques hundía la frente en el cruce de sus manos. El intenso calor de esa tarde en Saint-Domingue (1) incitaba a la cólera. Tanto así que el dueño de la plantación obvió la entrada del capataz en la habitación.

— Maître, las amarras están listas. Monsieur Lacroix de la Guardia Nacional y Monseigneur Baptiste han llegado—dijo el capataz primero. 

— ¡Desamárrenlo entonces!, ordenó Jacques con impaciencia… Dejen a mi mujer encerrada en el desván y hagan pasar al cura.

Un instante después el crujir del piso anunció la sigilosa presencia del sacerdote.

— Monsieur Jacques—reverenció el clérigo.

Jacques, absorto en sus pensamientos, no se percató del costoso satín que envolvía al apoderado de dios. 

— ¡Maldito negro!—exclamó Jacques refiriéndose al esclavo que llevaba dos días amarrado a un nogal a la entrada de la finca… ¡Maldito!, repitió mientras miraba enfurecido al sudoroso cura… ¿Cómo es que un esclavo me pudo mentir a la cara?, increpó al sacerdote… ¿Cómo fue que me cegó con el velo de la estima y el respeto mientras profanaba mi hogar?, ¡mi propiedad! ¡Sacrílego!… La hoguera le espera. Ni tumba, ni fosa común, pues la misericordia de dios es sólo para sus hijos, y nunca para un esclavo que pretendió ponerse a la altura de su amo…

***

Saint-Domingue, 15 de agosto de 1790

Querida Avril,

Me preocupa acostumbrarme a la vida en Cap-Français (2). Volverme parte de esta ciudad de clima lascivo, de esclavos tras las puertas, y de insoportables soirées libertinos. A veces me remuerde haberme embarcado con Jacques, pero ¿qué suerte económica le depararía entonces a la familia? Y no es que Jacques sea un hombre malo, pero ¿qué hago con un devoto católico que habla más con dios que conmigo? Bromeo.

Es sólo en el fresco y el silencio de la madrugada que me puedo sentar en el porche a leer cartas. Un placer que no dura mucho, pues Jacques comienza temprano la arenga de los esclavos. La esclavitud es una empresa turbia para mí, tú lo sabes, pero ¿qué hacer cuando todos aquí miran la tragedia como algo natural? A pesar de mis objeciones, Jacques me adjudicó el único esclavo en la plantación que sabe escribir y contar. Su nombre es Bertrand, un mulato de inusual acento parisino, sobrio pero gentil.

Avril, no sé qué haría sin los libros y diarios que envías, espero me escribas pronto sobre la nueva Francia de los periódicos. Da a papá y mamá un abrazo y diles que sus encargos y remesas llegarán a tiempo. 

Tu querida hermana,

Claire

***

— Bertrand, ¿qué es lo que lleva bajo el brazo?—preguntó Claire sentada en el carruaje que los transportaba de vuelta a la finca.

— Un libro, madame—susurró el esclavo.

— Ya veo que es un libro. ¿Cuál es el título?

— Otelo, madame.

— ¡Otelo! ¿Cómo es posible que lea eso?

Bertrand bajó la mirada. Incomoda por el silencio repentino, Claire se volvió hacia al verde frondoso que marchaba al lado del camino de tierra. Recordó entonces los veranos parisinos de su niñez lo cual le reconfortó.

— Mi padre solía leernos sonetos de Shakespeare cuando mi hermana y yo éramos pequeñas.

— Un hombre virtuoso su padre.

— Sí, lo es… ¿Por qué Otelo?—reviró Claire con acrecentada curiosidad.

Bertrand dudó por algunos segundos. Abrió entonces lentamente el libro y con sus largos dedos señalo a Claire una frase sobre la página abierta. Claire leyó en voz alta.

— “Mi nombre era limpio como la faz de la propia Diana. ¡Sucio y negro es ahora tal como mi rostro!”—a lo cual, Bertrand añadió—“Eso es Saint-Domingue, madame.”

***

Saint-Domingue, 27 de diciembre de 1790

Querida Avril,

…Hoy a la salida de Cap-Français noté con horror que habían colgado una docena de cuerpos mutilados del arco triunfal. La escena era tan siniestra y el olor tan insoportable que Bertrand me sostuvo para no desmallar. Al llegar a la finca, pregunté a Bertrand qué había sucedido y con renuencia me explicó lo que sabía. Una revuelta de esclavos fue abatida y los cadáveres fueron colgados como ejemplo. El cabecilla era un mercante local de apellido Ogé (3)

***

Esa mañana, la ciudad hedía el paso de deshechos humanos que impregnaban las calles y muros empedrados. Mezclados, se podía percibir el olor a estiércol, a rancios sudores y la esencia de grasas y sangre que provenían del mercado itinerante apostado en la plazuela. Claire recorría los puestos e indagaba precios cubriéndose el rostro con un pañuelo, mientras Bertrand anotaba en su libreta las cuentas del día.

— El olor es insufrible—comentó Claire.

— Lo siento madame, no puedo olerlo.

— ¿Cómo es eso?

— En los barcos es preferible la anosmia.

— ¿Fue marino entonces?

— …sí… en la La Royale (4).

Claire lo miró absorta.

— ¿Cómo es que ahora es un esclavo?

— Es un larga historia, madame.

— Hay muchas compras que hacer todavía—respondió Claire sosegando el paso.

***

— No siempre fui un esclavo. Le debo mi atenuada tez a algún comerciante francés con los que mi madre se acostaba en los barrios bajos de Port-au-Prince.  Así fue que crecí entre perfumes y tabacos rancios, y entre franceses y criollos de baja moral que transpiraban nerviosismo, culpa o incontinente locura, pero que siempre dejaban amasijos de monedas bajo la almohada de mi madre. Los niños negros de las fincas me escupían a los pies por mi color lechoso, mientras los blancos me señalaban con extrañeza en las plazas y mercados. Mi destino aquí era entonces transitar el rencor de esos dos mundos, sin pertenecer a ninguno. Pero el sexo ilícito reditúa y mi madre pudo eventualmente reunir dinero suficiente para enviarme a una academia militar en Paris. En Francia conocí la instrucción naval, a Voltaire y al frío invernal. Conocí también la libertad… pero eso no habría de durar. En 1770 todo cambió. Fui embarcado a Saint-Louis (5) como parte de una fuerza de expedición y en esa colonia mora el gobierno francés me ordenó servir a los esclavistas lioneses. Aún recuerdo el odio en la mirada de los esclavos que forcé a embarcarse a las Antillas apuntando mi espada en sus espaldas. Y la deshonra, la traición del color de mi piel ante sus ojos, el mismo odio que lo chiquillos negros de Port-au-Prince escupían sobre mis pies.

Cuando volví a Saint-Domingue, dos años después, nuevas leyes revocaron mi estatus de militar y ciudadano francés. El gobierno me subastó entonces a un vil marino mercante. Y fue así, que por tres años, comí restos de comida y dormí en la atestada cubierta de un barco. Ahí, cohabité con la muerte y la locura, en aquellos camarotes de madera podrida; entre sangre, excrecencias y brotes continuos de cólera y tuberculosis. Por tres años pagué mis yerros en Saint-Louis, hasta que fui subastado entonces a maître Jacques. Monsieur Jacques es lo más cercano a la noción de mesura que he conocido. Nos permite cosechar nuestras propias parcelas y ahorrar con la esperanza de algún día poder comprar nuestra libertad. El primer amo que no se apropia de nuestra esperanza de vivir. Es por eso que le salvé la vida cuando una gavilla de asaltantes lo atacó cerca de Cap-Francais durante una expedición de cacería.…

***

Saint-Domingue, 10 de marzo de 1791

Querida Avril,

…Mis rondas por la ciudad con Bertrand se han convertido en el único solaz genuino que este febril lugar permite. Las pláticas con él llenan mi espíritu, tal vez incluso pueda decirte que mi cinismo sobre el futuro comienza a parecer más una tímida esperanza…

***

Saint-Domingue, 25 de mayo de 1791

Querida Avril,

Gracias por tus regalos, sin ellos un año más habría pasado desapercibido. Te confío que no fuiste tú la única en enviarme presentes. Bertrand me obsequió una rara copia de Zaïre (6) que ahora luce en mi biblioteca. En los bordes de las páginas empero había versos escritos en una especie de dialecto criollo entre los cuales reconocí un nombre que se repetía con insistencia, uno que había visto en los periódicos que me envías: Jacques Brissot…

***

París, 5 de junio de 1791

Querida Claire,

Todos te enviamos nuestro irrefrenable cariño. Los padres se han trasladado a Burdeos pues la agitación de París ha cobrado su cuota en la salud de papá. Tus remesas han sido un verdadero alivio en medio de la escasez y el desorden.

Claire, docenas de cartas no alcanzarían para describir lo que aquí se vive (7). A diario circulan membretes y se escuchan debates en la calle sobre cómo los republicanos en el gobierno buscan restaurar los cofres de la monarquía mientras París se hunde en el caos. A papá le preocupa el creciente tumulto de los sans-culottes que corean cada vez más fuerte el nombre de Marat. Los disturbios por falta de pan son cada vez más frecuentes, algo va a suceder… 

…Me alegra que hayas encontrado en quien confiar y tal vez un ami, pero te aconsejo prudencia. Papá dice que  Jean Pierre Brissot (8) y su grupo abogan contra la esclavitud en Francia y que sus escritos al igual que los de un tal Robespierre (9) han llegado a leerse en las colonias. Papá piensa que la suerte de Bertrand podría cambiar pronto.

Con mis mejores deseos,

Avril

***

Saint-Domingue, 1 de julio de 1791

Querida Avril,

El sol salió por fin en Saint-Domingue. Un sol nocturno que no quema mi piel. Por primera vez la alegría me sienta bien…

***

— ¿Qué ha sucedido?—preguntó el esclavo Louis al regresar de un encargo en la ciudad.

— Es madame Claire, respondió entre sollozos Eunice, el ama de llaves.

— ¿Se encuentra bien?

— No… todo fue muy rápido, lloraba Eunice… Maître Jacques discutía con madame sobre un viaje a Burdeos. Maître le prohibió ir. Madame le llamó “brute” lo que hizo enfurecer a maître.   

— ¿Le golpeó?—preguntó Louis.

  Maître Jacques pidió a Bertrand traer su fuete, pero el tonto mulato se negó. Maître volvió su enojo hacia él y comenzó a golpearle con la escopeta de caza. Madame salió corriendo. Etienne le vio coger su caballo. Maître salió a galope tras ella. Una hora después regresó con madame atada de manos y piernas. Cerró la puerta de la bodega. Se oyeron golpes y gritos, sollozó Eunice.

***

Saint-Domingue, 15 de agosto de 1791

Querida Avril,

Mañana me embarco de vuelta a Francia. Jacques no sabe esto. No dejo el sol negro aquí. Sé que la falta de remesas será un trago amargo pero también sé que comprenderás mis razones cuando las escuches. Espero nos recibas en París en un par de semanas. Deséanos la mejor de las suertes. 

Claire

***

Saint-Domingue, 17 de agosto de 1791

Avril,

¡No sé cómo lo supo! Al salir de la finca en la madrugada, los capataces nos estaban esperando. Tomaron a preso a Bertrand y a mí me recluyeron en el desván de la casa. Jacques ha perdido la cabeza, no puede verme a los ojos siquiera. Eunice me trajo un poco de comida por la tarde. Mi única esperanza al pedirle que en secreto enviara esta carta es que llegues a saber de mí, aunque para entonces sea demasiado tarde. Me aterra pensar qué pueda sucederle a Bertrand, he oído que lleva un día entero atado a un árbol. Pretenden enjuiciarlo mañana…

***

—¡Suéltenlo, por piedad!, gritó Claire desde el pórtico de la casa.

Su llanto rasgó el bullicio de la multitud reunida en la finca. Azoró a los esclavos, y molestó a los funcionarios franceses y familias vecinas que habían esperado con ansia la conclusión del castigo ejemplar.

—¡Clemencia!, imploró Claire mientras se escuchaba el látigo del flagelo público.

Sostenido por amarras en los codos y muñecas a un frondoso nogal, Bertrand se sacudía tras cada estruendo de la punta del fuete sobre su espalda. Sus gemidos escapaban el tremor de sus dientes, y sus párpados apretados retenían las lágrimas como el único vestigio de integridad que le quedaba. Fuera de sí, Claire quiso correr hacia la casa para hacerse de la escopeta y detener a su esposo. Pero al tratar de moverse, el brazo del capataz segundo le abarcó el pecho, al tiempo que escuchaba el susurro de Eunice pidiéndole que desistiera. Uno a uno, Bertrand soportó los azotes. Al final, el dolor de sus heridas abiertas obliteraba su conciencia. Cuando Jacques hubo terminado con él, exigió para sí un cambio de muda y agua, al tiempo que ordenaba a los capataces el encendido de la hoguera.

El dolor abarcaba a Bertrand. De rodillas, poco a poco abrió los sentidos de nuevo. Podía escuchar ahora los gritos, las maldiciones y rezos; podía ver al sacerdote blandiendo su cruz, a Claire en el pórtico, a Jacques bebiendo agua y los últimos despuntes del día. Un cuchillo cortó sus amarras. Bertrand fue arrastrado entonces por el camino de tierra hacia el granero. Sabía que iba a morir, pero sabía que no era eso lo que buscaban. Querían su quiebre; sus súplicas como escarmiento para los demás. Saint-Louis no se repetiría, pensó en un rayo de conciencia.

Assassins…—balbuceó Bertrand, mientras los capataces le ataban al poste erigido sobre la pila de leña.

El capataz primero golpeó el rostro de Bertrand para hacerlo callar. El silencio que se formó en el granero se vio de pronto interrumpido por gritos que el viento nocturno traía de lejos. En el horizonte se distinguía ya un resplandor que cubría las crestas de las fincas vecinas. El capataz segundo entró corriendo al granero con el rostro pálido de miedo. Se dirigió a su amo, tratando de susurrarle algo al oído.

— ¡Ahora no!—replicó Jacques con violencia y arrancó la antorcha de las manos de su capataz.

Un par de guardias contenían las arremetidas de Claire por librarse, sus gritos se perdían en la creciente confusión de la gente que ahora miraba el destello de las llamas en el cielo acercarse amenazantes. Se escuchó un disparo. El capataz primero cayó fulminado al suelo. Desde el pórtico de la casa Eunice volvía a cargar la escopeta. El fuego en el horizonte corría ahora hacia el granero sostenido por cientos de esclavos de otros plantíos blandiendo antorchas, picos y palas, con la ira en el rostro y el deseo de venganza. Louis se abalanzó sobre uno de los guardias que sostenía a Claire y el resto de los esclavos le siguió buscando desarmar a guardias y capataces. Las bayonetas comenzaron a hundirse en la piel de blancos y negros. Los gritos de horror de mujeres, hombres y niños inundaban aquel aquelarre de sangre. ¡Liberté!—gritaba la ola de esclavos que arrasaba con el lugar. Claire, librada de los gendarmes corrió hacia Bertrand con desesperación.

—¡No!, gritó ella al tiempo que Jacques abría la mano para dejar caer la antorcha sobre la leña.   


 (1) Nombre con que se conocía a la colonia francesa que hoy ocupa el territorio de Haití. A sus costas arribaron más de 900 mil esclavos del norte de África durante la época de la Ilustración.

(2) Antigua capital de la colonia francesa de Saint-Domingue.

(3) Vincent Ogé (1755–1791), hombre libre de raza mixta que instigó la revuelta de esclavos de octubre de 1790 en contra de la autoridad colonial en Saint-Domingue; evento que actúo como precursor directo de la Revolución Haitiana.

(4) Nombre afectivo para referirse a la armada francesa en el siglo XVIII.

(5) Antigua capital de la colonia francesa de Senegal.

(6) También conocida como “La tragedia de Zara” fue escrita por Voltaire en 1732.

(7) La toma de la Bastilla sucedió en julio de 1789.

(8) Jean P. Brissot dirigía el grupo abolicionista la Société des Amis des Noirs.

(9) Robespierre defendía que el principio de los “derechos del hombre” debería ser extendido a todos los hombres, incluyendo los pobres y los esclavos en las colonias.

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